Durante años, el rol de las universidades se ha encasillado en dos misiones clásicas: enseñar e investigar. Sin embargo, mientras el planeta enfrenta crisis ambientales, desigualdad creciente y transformaciones sociales sin precedentes, surge una pregunta incómoda: ¿es suficiente con educar y publicar? La respuesta, como lo confirma la investigación que recientemente publicamos junto a la doctora Yenny Naranjo Tuesta, es un rotundo no.
La llamada tercera misión universitaria, ese campo aún inexplorado por muchos rectorados y currículos, emerge como la verdadera bisagra entre el conocimiento y la acción. No se trata de un concepto nuevo, pero sí de uno que ha sido subestimado. ¿Por qué? Porque incomoda, porque obliga a las universidades a salir de sus campus, a ensuciarse las manos en los territorios, a dialogar con actores externos y a asumir una postura política frente a los grandes desafíos de nuestro tiempo.
Los hallazgos evidencian una verdad inquietante, América Latina está quedándose rezagada en la producción científica sobre la tercera misión, es como si aún pensáramos que el desarrollo sostenible es una asignatura optativa, cuando en realidad debería ser el eje transversal de toda acción universitaria.
Hoy, conceptos como la triple hélice (universidad-empresa-Estado), la economía del conocimiento o la gestión de la innovación, que no pueden quedarse en papers de congresos, deben ser parte del ADN institucional. Las universidades tienen que dejar de ser burbujas de saber y convertirse en laboratorios vivos de transformación social. Eso exige una ruptura de paradigmas, exige que los proyectos de aula no terminen en un archivo PDF, sino en soluciones reales para problemas reales.
Necesitamos universidades comprometidas con su entorno, con las voces que históricamente han sido excluidas del saber y con la posibilidad real de construir un futuro sostenible.
Pero también implica autocrítica. ¿Estamos los docentes preparados para integrar esta visión? ¿O seguimos priorizando la producción académica sobre el impacto social? La tercera misión no debe verse como una carga adicional, sino como la oportunidad de conectar con lo que verdaderamente importa: el bienestar colectivo, la justicia ambiental, la equidad.
La investigación también deja ver una evolución interesante, la tercera misión ya no se limita a la transferencia tecnológica o al emprendimiento, sino que se expande hacia dimensiones más complejas como la responsabilidad social universitaria, la educación para la sostenibilidad y el fortalecimiento del tejido comunitario. En otras palabras, ya no basta con generar spin-offs o incubadoras, también debemos repensar nuestras prácticas pedagógicas, nuestras alianzas y nuestras métricas de éxito.
Por eso es vital que la tercera misión se integre en la planeación estratégica institucional, no como una declaración simbólica, sino como una política concreta, con recursos, indicadores y voluntad. Las universidades tienen el poder y la responsabilidad de ser agentes de cambio. Y en un contexto global que demanda acción urgente frente a los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), no hay excusas válidas para la indiferencia.
Desde América Latina, el reto es aún mayor. La brecha en producción científica que evidenciamos no es solo un problema de visibilidad, sino de prioridades. ¿Estamos formando profesionales para adaptarse al mercado o ciudadanos capaces de transformarlo? ¿Estamos conectando con las necesidades de nuestras comunidades o seguimos pensando que el desarrollo viene de afuera?
Necesitamos universidades comprometidas con su entorno, con las voces que históricamente han sido excluidas del saber y con la posibilidad real de construir un futuro sostenible. La tercera misión no es una moda académica ni un requisito de acreditación, es el punto de inflexión que define si nuestras instituciones están a la altura del siglo XXI o si seguirán enseñando como si el mundo no ardiera.
* Docente investigadora del Politécnico Grancolombiano