En economía, como en la vida, lo urgente suele eclipsar lo importante. Nos volcamos en contener la inflación, ajustar los déficits o estabilizar los mercados, pero olvidamos que los cimientos del futuro no se negocian en los despachos de Bruselas ni en las curvas de … tipos. Se forjan hoy en las oportunidades, o mejor dicho en su ausencia, que damos a quienes más tiempo tienen por delante. Hablo, por supuesto, de la juventud.
El diagnóstico es desolador y, al mismo tiempo conocido: paro juvenil entre los menores de veinticinco años que se sitúa por encima del veintiséis por ciento, contratos temporales en seis de cada diez jóvenes empleados, salarios un cuarenta y cinco por ciento inferiores a la media para el grupo de edad entre veinte y veinticuatro años, esfuerzo inasumible para pagar un alquiler, y una edad de emancipación que roza los treinta años, frente a los veintiséis años de media en la Unión Europea. Como país, estamos pidiéndole a los jóvenes que jueguen una partida en la que no reparten las cartas, y a menudo ni siquiera tienen silla en la mesa.
Pero este no es solo un drama social, es, sobre todo, una enorme ineficiencia económica. La precariedad juvenil no es un fenómeno aislado, sino una herida estructural que lastra la productividad, debilita el consumo interno, frena la natalidad y compromete la sostenibilidad del sistema de pensiones. ¿Cómo va a crecer un país cuya población más dinámica no puede planificar ni siquiera un mes vista y permanece inactiva?
Invertir en políticas públicas dirigidas a la juventud no es una cuestión de sensibilidad generacional, es una medida racional, casi de supervivencia económica. Y lo es ahora más que nunca cuando España arrastra una productividad estancada, siendo el quinto país de la Unión Europea con menor avance, y una natalidad en mínimos históricos, 6,61 nacimientos por cada mil habitantes. El simple mantenimiento del statu quo nos condena a un problema demográfico que ya no es una amenaza futura, sino una realidad presente.
Las soluciones están encima de la mesa y no hacen falta discursos grandilocuentes, sino voluntad política y visión de largo plazo, sin mirar la rentabilidad política a corto plazo, luces largas ahora más que nunca. Bonificaciones a la contratación indefinida y primer empleo, impulso decidido a la formación profesional dual, ampliación del parque de vivienda asequible, deducciones fiscales para el alquiler joven, incentivos a la conciliación y al emprendimiento. Medidas concretas, con impactos medibles.
Algunos de estos efectos ya se han estimado con efectos positivos para la economía española y es que aumentar la contratación juvenil y su estabilidad laboral podría traducirse en un incremento del PIB per cápita mediante una mayor productividad por hora trabajada, así como un alza de los ingresos públicos estimado en 1,1 puntos del PIB para 2030, derivado de una masa salarial joven más amplia y una mejora sustancial del equilibrio demográfico. No estamos hablando de gastos, sino de inversiones con retorno, porque cuando se permite a un joven trabajar dignamente, ahorrar, independizarse, formar una familia o emprender, no solo mejora su vida sino que mejora el país.
Sin embargo, seguimos sin actuar con la ambición y la urgencia necesarias. ¿Por qué? Quizá porque las decisiones se toman desde lógicas adultocéntricas, donde se asume que los jóvenes siempre pueden esperar, pero ni pueden ni deben. Cada año que pasa sin reformas es una cohorte más que envejece sin haber podido desarrollarse plenamente, un ciclo que se repite con frustrante regularidad.
La juventud no necesita condescendencia ni eslóganes bienintencionados, necesita políticas públicas ambiciosas, coherentes y sostenidas, y necesita ser escuchada, no como un «colectivo» más, sino como el motor que puede activar nuestra economía futura.
No invertir en juventud no es neutral, es empobrecedor, y lo que está en juego no es solo la dignidad de una generación, sino la solvencia de todo un país.
Francisco José Tato jiménez