Hubo una vez un tipo que cayó en lo más bajo. Se batió en duelo donde no debía y fue condenado a la amputación de la mano derecha y a diez años de destierro. Fugitivo por la cuenta que le traía, más tarde fue capturado por corsarios, pasó cinco años preso en unas condiciones lamentables, maltratado, padeciendo hambre y trabajos pesados. Intentó fugarse, le salió mal y por ello pudo ser ejecutado o mutilado. Nadie pagaba su rescate. También fue encarcelado, es verdad, por fraude en la recaudación de impuestos y requisas. Si nos ponemos en su mente, resulta fácil deducir que se sentía, diríamos desde el presente, menos que cero. La prensa y las redes sociales lo habrían dejado hoy a la altura del betún.
Fotograma de ‘El cautivo’
Dos siglos después, hubo otro hombre que sufría depresiones, era casi autista, fracasaba en el amor (probablemente no mantuvo nunca relaciones sexuales), a los 31 años se quedó totalmente sordo, vivió en la miseria, y los pocos que le visitaban en su casa hablan de olores nauseabundos y de suelos mugrientos. Violento, grosero, marginal, desconfiaba de los médicos y los abogados, no tenía ni chaqueta propia y orinaba en una bacinilla debajo de su cama que se olvidaba de vaciar. Una joya.
Dos películas nos permiten reflexionar sobre la precariedad de los valores dominantes
He pensado en ellos dos porque al primero le acaban de dedicar una película de la que todo el mundo habla. Al segundo, un nuevo libro –entre los miles que ya tenía– donde le califican de titán de la cultura universal. Uno se llamaba Cervantes; y el otro, Beethoven.
Las visiones de estos dos genios que nos ofrecen, respectivamente, el cineasta Alejandro Amenábar (El cautivo) y el musicólogo Norman Lebrecht (¿Por qué Beethoven?) nos permiten reflexionar sobre la precariedad de los valores dominantes. En una sociedad que valora el dinero y el éxito, a veces olvidamos que, en materia artística, el tiempo realiza correcciones fundamentales en el canon. Saramago me explicaba, indignado, cómo la familia de Pessoa le llamaba, literalmente, “inútil” por su incapacidad para los asuntos prácticos y monetarios. Van Gogh, Oscar Wilde o Edgar Allan Poe, por citar solo a unos pocos, murieron pobres como ratas.
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Así que, bueno, si quieren seguir mirando por encima del hombro a aquellos que ocupan los márgenes o seguir creyendo que los grandes artistas están todos entre los establecidos, ustedes mismos.