La mejor esponja de maquillaje que he probado me lleva acompañando casi 15 años
Recuerdo perfectamente mi primer artículo de maquillaje. Y subrayo en el determinante posesivo porque, hasta ese momento, mi neceser —si se le podía llamar así a un estuche escolar viejo y pintarrajeado— se componía de dos barras de labios que mi madre me había cedido por estar ya en las últimas, algunas ceras de colores que usaba para maquillar a mis amigas en el carnaval del colegio, y unas sombras brillantísimas y gastadísimas que compartía con mi hermana y primas y que, seguramente, fueran responsables de más de una conjuntivitis. Aquello era un totum revolutum, no un kit de belleza. Por eso recuerdo con tanta nitidez aquel primer producto solo mío; no porque fuese especialmente sofisticado, sino porque fue la puerta de entrada a un universo que, quince años después, sigue formando parte de mi día a día. Es más, quizá el hecho de que hoy esté escribiendo estas líneas tenga su origen en ese primer approach al mundo de la belleza.
Nos situamos en 2013, cuando mi relación con el maquillaje era más observacional que práctica. Por entonces me fascinaba ver a mi madre arreglarse delante del espejo, siempre siguiendo el mismo ritual: un buen skincare, un toque mínimo de máscara y un poco de cacao. Nada complicado ni especialmente elaborado, pero igualmente magnético para mi. También me hacía ilusión compartir trucos de la extinta Súper Pop con mis amigas, que como yo empezaban a interesarse por ese mundo con mucha fascinación y aún más torpeza. “Tía, si calientas el lápiz de ojos con un mechero pinta mejor”, o “échate vaselina en los párpados, que parece sombra de purpurina”. A nuestros ojos, descubrimientos propios de un premio Nobel. Y, claro, reservaba lo mejor para el final: la hora de ordenador de los viernes por la noche, cuando me quedaba embobada viendo cómo aquellas primeras youtubers estadounidenses enseñaban sus cajoneras repletas de maquillaje. Hipnótico como poco.
A mí, mis padres todavía no me dejaban usar más que cacao en los labios, así que más allá de hacer oído con el inglés de poco me servían tantos tutoriales y hauls. Al menos eso pensaba yo hasta que di con la tecla: no podía tener “maquillaje de verdad”, pero sí hacerme con las herramientas para usarlo llegado el momento. Y aunque sobre el papel no pareciera tener mucho sentido, en mi cabeza era un plan brillante. ¿Qué decidí comprar, con el escaso margen que me dejaban mis gastos fijos mensuales? Teniendo en cuenta que mi paga de cinco euros semanales se me iba en la Bravo y en el suplemento de Minerales del mundo del periódico dominical, las opciones eran limitadas. Aun así, preferí no ir a lo fácil y olvidar los brillos de labios con sabor a Coca-Cola, Fanta o Sprite que hacían las delicias de mis amigas, o los pintauñas con estrellitas brillantes que otrora me habían fascinado. Con la decisión tomada, renuncié al cuarzo y la amatista y gasté mi capital en una esponja anaranjada que ya había visto en decenas de tutoriales de YouTube, usada como si fuese el Santo Grial de la piel perfecta por todas las gurús de la época. Era la ‘Miracle Complexion Sponge’, de Real Techniques.
Lo curioso es que, desde entonces, han pasado casi tres lustros y cientos de productos por mis manos: barras de labios con fundas de terciopelo, primers carísimos y bases todavía más imposibles, brochas de edición limitada con mis iniciales grabadas y gadgets de belleza que parecían venidos del futuro. Y, sin embargo, en mi neceser sigue estando la misma esponja. O mejor dicho, sus múltiples descendientes —que no se piense nadie que llevo quince años con la misma, por favor—. Como todas, la esponja de Real Techniques tiene un ciclo de vida y cada pocos meses hay que renovarla, la diferencia es que nunca he sentido la necesidad de buscar alternativas. Ni siquiera cuando la competencia en la industria de la belleza se volvió feroz y los lanzamientos se contaban por decenas cada semana. Yo seguí fiel a mi esponja naranja.