Es lamentable que el país no esté hablando del Pacto por la Transformación Territorial que se presentó en Cauca la semana pasada, y del que tanta necesidad tiene esa región, afectada por el narcotráfico, sino que hable de ese otro pacto patriarcal, cada vez más elocuente en los actos del Gobierno, que ya no puede atribuirse a la verborrea sin filtro del Presidente. Luego de la retórica que le hizo el quiebre a la Ley 581 sobre la representación de las mujeres en el Gobierno, para nombrar/llamar ministra de Igualdad a Juan Carlos Florián –por no mencionar el apoyo a Benedetti en aquel inolvidable consejo de ministros–, es imposible seguir considerando “hechos aislados” a ese patrón, evidente en la manera como el Presidente ha tratado a las mujeres de su equipo, y que desconoce sus capacidades intelectuales.
En el episodio más reciente, fue Gloria Miranda, la directora del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (Pnis), quien afrontó, en vivo, el súbito llamado del patrón para compartir escenario: “Gloria, como todas las funcionarias del gobierno del cambio, es hermosa. Cada vez que se me acercan, los periodistas chismosos dicen que son novias mías. Y resulta que se acaba de casar hace un mes, así que la perdimos”, dijo Petro frente a una audiencia no solo dispuesta a aplaudir con servilismo las bromas del “patrón”, sino también, lo que es más grave, a aprender de sus palabras y de sus hechos “hegemónicos” –para usar una de las palabras presidenciales favoritas–.
Puesto que el Presidente es la máxima autoridad del país, su manera de tratar a una subordinada es una declaración de principios que los ciudadanos pueden percibir como un “deber ser” en relaciones asimétricas. Y sabemos muy bien cuáles son esas relaciones asimétricas: no es necesario definirlas.
La escena que ha circulado, no solo por los que el Presidente llama “medios hegemónicos”, sino por redes sociales digitales, muestra el momento en el que se refiere a Miranda con esas frases sobre la belleza de “casi” (es inaudible la palabra) todas las funcionarias del gobierno del cambio”, mientras le pasa el brazo frente a toda la audiencia y hace un acercamiento no deseado que quizás (casi) todas las mujeres podemos identificar. Ella sonríe, entre incómoda y complaciente, con esa sonrisa que (casi) todas hemos hecho, o visto hacer, frente a hombres poderosos: esa sonrisa que heredamos, y que es una matriz en los casos de acoso.
La aprendimos, sin darnos cuenta, en las telenovelas, las canciones, los libros, los juguetes, y ha configurado códigos de conducta inconscientes. Y así como nos enseñaron a esperar que sean otros quienes tracen la línea entre lo que es aceptable y lo que no, fingimos reírnos frente a esas manos incómodas que se acercan, con tal de no disgustar al amo.
Ella sonríe, entre incómoda y complaciente, con esa sonrisa que (casi) todas hemos hecho, o visto hacer, frente a hombres poderosos: esa sonrisa que heredamos, y que es una matriz en los casos de acoso
¿Quién es esa funcionaria, de la que solo sabemos, por las palabras presidenciales, que es bella y que se casó hace un mes, y, por lo tanto, “la perdimos”? A esa manera de silenciar su voz, su formación y su trabajo se añade un derecho de propiedad, como si cualquier mujer fuera posesión de un hombre ¡a menos que se case!… Y ese acto de posesión supone una realización del hombre: él sabe más y, sobre todo, tiene el poder. Y, en este caso, es cierto.
Aunque hemos avanzado en identificar a ciertos hombres –el acosador callejero, el violador–, seguimos permitiendo esos gestos aparentemente sutiles de los hombres poderosos, como si el acoso fuera un problema de jerarquías. Pero no hay tanta distancia entre la obsesión por los atributos físicos femeninos, en desmedro de la capacidad intelectual de las mujeres, y la forma abusiva de convertirlas en objetos sexuales en juegos de poder.
YOLANDA REYES