Editorial
El trumpismo de Sánchez es cada día más evidente. No hay institución que se salve porque ese es su propósito: funcionar sin reglas y hallar en las algaradas lo que le niega el Estado de derecho
Pedro Sánchez no tiene mayoría en un Parlamento al que no se atreve a presentar un proyecto de Presupuestos Generales del Estado y del que huye cuanto puede. Ha intentado también amordazar a los jueces con querellas y reformas oportunistas, pero ha fracasado en el intento. Preside un gobierno roto, vicepresidido por una ministra, la de Trabajo, abandonada a su suerte en un proyecto «social» de primer orden, porque el presidente del Gobierno prefirió ir al cine antes que mancomunar la derrota de su Ejecutivo. Sánchez no quiere perder un poder que no sabe ni puede ejercer democráticamente y, por eso, ha saltado definitivamente de las instituciones a las calles, de los escaños a las barricadas. Animó a protestar contra Israel en la última etapa de la Vuelta a España, no antes, y cuando iba a finalizar en Madrid, icono del fracaso sistémico de la izquierda. Más que animar, más que legitimar, lideró las protestas, las hizo propias, aun sabiendo, por los antecedentes que conocía, que iban a ser violentas, porque solo con violencia podían alcanzar el propósito de cancelar la última etapa. Y Sánchez, como fotocopia de la extrema izquierda, ha conseguido ser mejor que el original.
Sánchez ha dado el paso temible de revelar sin tapujos que quiere ser el líder de toda la izquierda, que con él ya no es clasificable en moderada o radical. Su indiferencia ante los más de veinte policías heridos por los manifestantes a los que él admira es sintomática de un diagnóstico que desborda la política democrática. Sólo se le entiende extramuros de la democracia, de la que se ha convertido en un prófugo. El sufrimiento de Gaza por la brutal e inaceptable fuerza militar israelí es una coartada para bendecir la primera demostración de violencia callejera instada desde el Gobierno desde que hay democracia en España. Es muy fácil empujar ciclistas en la calle y facilitar el asalto violento cuando sometes a la Policía a instrucciones propias de un cómplice. Anímese el señor presidente a ser coherente y si no puede sacar a Israel de Eurovisión o de la Euroliga, rompa relaciones diplomáticas, tanto que quiere ser el faro de la dignidad europea.
Gaza es la excusa para galvanizar a una izquierda hundida en las encuestas y alimentar el voto de Vox, y acudir a unas elecciones en las que Sánchez querrá confrontarse, no con Feijóo, sino con Abascal, y para eso necesita llevar a España al límite y tensar la convivencia con la legitimación de la violencia. En ese terreno de extremos, hay poco espacio para hacerse entender con el lenguaje de la moderación y la centralidad, pero una y otra siguen siendo las responsabilidades del PP en esta crisis democrática abierta en canal por el presidente del Gobierno.
El trumpismo de Sánchez es cada día más evidente. No hay institución que se salve de su forma de hacer –o deshacer– política, porque ese es su propósito: funcionar sin reglas y encontrar en las algaradas lo que le niega el funcionamiento del Estado democrático y de derecho. No, no es Gaza por lo que Sánchez animaba a protestar, sino para permanecer en el poder, para coser las costuras de una izquierda en naufragio y para socavar la alternativa de un centro-derecha democrático, constitucional y moderado, alimentando a Vox como fuga de votos que repita el escenario del 23-J de 2023. Los manifestantes jaleados por Sánchez asaltaron Madrid como los trumpistas asaltaron el Capitolio el 6 de enero de 2021. En ambos casos, para sumir al país en la discordia civil.
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