Tanto la misma Muerte como algunos lectores deben estar hasta la coronilla por mis falsos negativos al respecto, que vienen desde el año 70, cuando el periodista cubano José Pardo Llada, que dirigía la revista Cromos, ante la carpanta y flojera con que me contempló septimeando, me solicitó un artículo –bien pagado– acerca de mi muerte hipotética, en pleno hipismo. Con esa remuneración sobreviví hasta dar con la Maga el día de la llegada del hombre a la Luna, encontronazo providencial propiciado por mis santos devotos Nicolás de Tolentino y Agustín de Hipona, que me captaron mediante el espiritismo, dispuestos a convertir el nadaísmo, a través de mi lengua conversa, en la cruz roja de la religión del Señor caído, el que descendió a los infiernos y a los tres días se levantó.
Contaba en tercera persona que había sido fulminado por un rayo en las inmediaciones del parque Nacional y el bulto achicharrado lo distinguió un errabundo que dio el aviso. Me quedó tan bien descrita la farsa que numerosos curiosos acudieron a la funeraria concertada por la revista y cuando comenzaba el ritual emergí de un brinco con vestido de fiesta del ataúd, para pasmo y aplausos de los frustrados orantes, a la escucha de un concierto de rock de Los muertos agradecidos. Lo cual acrecentó mi prestigio de saltimbanqui. Medio siglo después la editorial Caza de Libros decidió titular La muerte de Jotamario el tomo de mis cuentos reforzados. Y con la muerte ficticia que se disparó hace 20 meses, actualizándolo, rebautizarlo Las otras muertes de Jotamario, al tiempo que Planeta lanzaba las crónicas tanáticas Y vivo todavía.
El caso es que, por mantenerme haciendo caso por internet a las invitaciones libidinosas, y rociar el whisky de trabajo en la Warfarina que me mantiene anticoagulado –para evitar que se formen trombos–, volvió a presentárseme una hemorragia nasal abundante por las dos fosas, lo que me podría conducir a esa fosa común que es la muerte, si no me muevo. Rilke por lo menos se desangró por pincharse con la espina de una rosa de tallo largo. Ahora qué tal yo, por rascarme un moco encostrado.
De modo que ahora sí me entró la ancianidad recoleta. Quedé en los rines. A cortar con mis ‘bar tenders’ y con mis fans. Que mientras más años cumplo, ellas cumplen menos.
Bien, mi mujer y su prima Adriana me condujeron de nuevo a las clínicas de Villa y Marly de Chía, donde el fantástico otorrino Dr. Martín Fernández logró atajar la roja ventisca, pero me dejó en claro que debería suspender mis coqueteos con el licor. Y según deduzco también con la otra manía porno decir que los ejercicios manuales. De modo que ahora sí me entró la ancianidad recoleta. Quedé en los rines. A cortar con mis bartenders y con mis fans. Que mientras más años cumplo, ellas cumplen menos. Menos una. De mis tres vicios capitales, licoreras, moteles y librerías, solo me restan las últimas, donde acabo de adquirir un libro de vieja data, El jardín de las Weisman, de J. E. Pardo, y dos novedosos, La matriz de todas las guerras, de Armando Romero, y Ahora y en la hora, de Abad Faciolince, ante cuyas excelencias trato de distraer mi embolate
No redacto esta prosa para que se sepa cómo estoy –ni que fuera Bukowski–, sabiendo que el país anda más desangrado que yo. Sino para ver si no he perdido tono y estilo. Pues todo cambió de un día para otro. Hasta antier era el hombre más realizado, un trompo bailando la música de las esferas en un solo pie. Ahora ya ni oigo la música y me siento a esperar a que la muerte sea otro Godot. Para poder terminar de organizar los 10 tomos de Los días contados, que varios editores esperan.
Cuando tenía 20 años pensaba que llegar a los 60 era el tope, pero me descuidé y me pasé. Seguramente porque debo cumplir el compromiso con el Club de Arriba, de darle la bienvenida al Señor en su Segunda Venida como el Anticristo convertido en que me he convertido. Los 12 compañeros apóstoles y poetas del primer libro ya partieron a caer en su seno, algunos con versos a su pesar. Pensarán que me volví loco. Pero recuerdo que en El retorno de los brujos se dice: “Bienaventurados los que pierden la cabeza en la tierra porque la encontrarán en el cielo”. Se me va la respiración. Ay, Jotaeme.