Rolando Blanco Hernández, un escritor nacido en Cartagena, el 3 de mayo de 1966, que firma sus libros con el seudónimo de Rolando de la Cruz, es para mí un maestro en el manejo de la intertextualidad, nombre que le dio el lingüista ruso Mijaíl Bajtín a la relación explícita entre libros donde se establecen conexiones que alimentan el contenido del relato. De la Cruz se dio a conocer como autor de ficciones en el año 2015, con la publicación de Homo Aurum, su primer libro de cuentos. Ese mismo año obtuvo mención de honor en el primer concurso de relato breve convocado por la Filbo, con el cuento Evasión, nombre que le dio a su tercer libro, publicado en el 2019. Dos años antes había publicado Macondo en llamas, libro que en su momento comenté en esta columna.
Rolando de la Cruz acaba de publicar su tercer libro de cuentos. Se titula El manuscrito, y en sus páginas recoge setenta cuentos escritos a lo largo de los últimos seis años. Inspirado por esa pasión que hierve en su alma por los autores clásicos de la literatura universal, este cuentista que hace parte del taller literario Generación Fallida ha encontrado en la narrativa una opción artística para hablar de esos escritores que lo han marcado. Aprovecha entonces para mencionarlos en sus cuentos, para destacar sus libros y, sobre todo, para mostrar los personajes que trascienden en el argumento. Son comunes en sus libros las ficciones sobre Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Miguel de Cervantes Saavedra, Franz Kafka, Gabriel García Márquez y León Tolstói, entre otros.
El primer cuento del libro El manuscrito se titula Versos paralelos. Es un texto donde asoma esa constante de Rolando de la Cruz por llevar a su narrativa hechos que marcaron la vida de los escritores. Aquí se narra una historia que tiene como hilo comunicante dos frases: una del marqués de Sade y otra de Fernando Pessoa. Un niño encuentra en la basura un cuaderno y allí las ve escritas. Se sorprende porque las había escuchado en un sueño. Una dice: “Desde la claraboya de mi pequeña celda, con un trapo mojado de orín y sangre, me despido de mis escritos que huyen hacia la eternidad”. Es la del marqués de Sade. La otra dice: “Desde la ventana más alta de mi casa, con un pañuelo blanco, digo adiós a mis versos, que viajan hacia la humanidad”. Es la de Fernando Pessoa.
En este cuento se dice que el marqués de Sade escribió la frase en una pared del manicomio de Charenton, donde estuvo recluido, y que la de Fernando Pessoa fue escrita mientras miraba desde su casa en una calle de Lisboa hacia una tabaquería que había al frente. El niño que aparece en el relato se llama Alí. Lo sorprendente es que es el nombre del alter ego de Rolando de la Cruz, y aparece en varios de los cuentos en edades diferentes. El niño humilde, que vive en un ranchito levantado en un tugurio, descubre que son frases similares, escritas en tiempos distintos, que expresan una misma idea. Alí se asombra cuando ve a un poeta llamado Valmiki que recita en voz alta sus versos mientras observa con mirada atenta al marqués de Sade, a Fernando Pessoa y a él repitiendo unos que acababa de leer.
En ‘El manuscrito’ hay narraciones donde Rolando de la Cruz expresa su admiración por aquellos autores que han sido importantes en su formación como escritor.
Revelaciones es, por su dominio intertextual, un relato magistral. Aquí, Rolando de la Cruz hace gala de una imaginación sorprendente. Narra la historia de un escritor que vive obsesionado con Jorge Luis Borges. Tanto, que a las dos de la mañana está escribiendo un cuento sobre él y, de repente, se le aparece el escritor, que presionándole la barriga con la punta de su bastón le pide que le entregue el cuento que está escribiendo. El hombre se resiste. Entonces Borges se acerca hasta el escritorio y le quita la hoja. Es cuando el argentino le dice: “Y ¿vos quién te creés para andar escarbando en mi pasado?”. El hombre le contesta que fue un sueño raro que tuvo. Le cuenta que esa noche comenzó a sentir “los golpes de su bastón en los zócalos del pasillo y el roce de las suelas de sus zapatos sobre las baldosas”.
En las minificciones, Rolando de la Cruz logra cuentos perfectos. La Mamadre es un relato en el que, en doce líneas, hace una maravillosa descripción de la infancia de Ricardo Neftalí Reyes Basoalto. Cuenta que doña Trinidad Malverde, que era la madrasta, se sentó en una mecedora para hacerle calzoncillos de sacos de harina mientras el niño que era entonces Pablo Neruda la observaba en silencio “bajo la luz de una lámpara de queroseno”. Otra minificción de trece líneas es el cuento donde hace una hermosa alegoría sobre el pintor Vincent van Gogh. El escritor inventa una historia fascinante sobre un girasol que se enamoró de la luna. Pone al artista neerlandés, reconocido por pintar girasoles, a visitar todas las noches la casa donde pinta uno. El pintor de barba rojiza se quedaba dormido junto al cuadro.
Todos los textos de este libro son de excelente factura literaria. La huida es un cuento en el que Rolando de la Cruz se mete en el alma de Juan Jacobo Rousseau para contar cómo fue la huida de su casa a los once años de edad. En una narración vívida, con encanto literario, dice que salió de esa casa en Ginebra solo con la ropa que tenía puesta, y que regresó después para sacar “de un zócalo secreto la bolsita con un trompo y el reloj de bolsillo que le dejara su padre”. Después de que sale, el tío golpea furioso el suelo con un azote mientras grita su nombre. Mientras tanto, sus dos primas lloran porque a Rousseau lo han culpado de algo que ellas hicieron. Es esta la razón por la cual al niño lo echaron de esa casa que seguiría recordando. El día de la huida la observó por última vez escondido detrás de un manzano.
En El manuscrito hay narraciones donde Rolando de la Cruz expresa su admiración por aquellos autores que han sido importantes en su formación como escritor. Y donde cuenta cómo a un hombre que admiraba a Julio Cortázar le cae en la cabeza un ejemplar de Rayuela lanzado desde un quinto piso. O donde habla sobre las similitudes entre las novelas Crimen y castigo y La metamorfosis, de Dostoyevski y de Kafka. También hay un cuento donde un niño mira asombrado un queso del tamaño de una plaza que nadie es capaz de partir. Y hay uno donde Alí, el alter ego del autor, dice que Dios lo visitó en su casa, y después de prestarle el libro para que se lo corrigiera le pregunta qué cuento le gustó, y Dios le contesta: “La historia del hombre que se convirtió en piedra contando las estrellas”.