Son las 10.00 de la mañana de un viernes de septiembre abrasador y por la puerta del camping de Alameda de Osuna aparece puntual un dandi. El traje le cae elegante, el sombrero tiene el ángulo exacto y la sonrisa desvela que ese tipo … juega en casa. Los que lo reciben lo llaman Miguel. Y lo abrazan y le golpean la espalda y le cuentan la última aventura de anoche, un jueves cualquiera de música y alegría con amigos comunes y las risas de toda la vida. Miguel es Leiva, y está aquí porque aquí ha estado siempre, en su barrio, a unos pocos minutos de su casa, de su infancia, de su familia, de los colegas, del recuerdo de las vías del tren que ya desaparecieron, del instituto donde era tan importante el rock como el balón.
-«Creo que todo ha pasado volando, no me he dado cuenta, y me da incluso miedo lo rápido que ha sucedido todo».
Leiva (Madrid, 1980) va a cumplir tres décadas en la música, una vida subido a un escenario y una historia escuchada por millones de personas. ¿Cómo explicar en un puñado de líneas quién es? Desde la fría mirada de los números, se podría decir que es uno de los más grandes hitos de la música en español de los últimos años, un contador de historias que supo llegar a las grandes masas haciendo lo que quería. Rodeado de amigos y fieles ha publicado 12 álbumes de estudio, ha vendido millones de copias, ha llenado recintos en España, México, Argentina… Ha teloneado a los Rolling Stones, ha ganado dos premios Goya, ha producido a Sabina… Los datos no se acabarían nunca. Entonces, ¿cómo contarlo? Quizá a través de sus miles de oyentes, varias generaciones que desde Madrid hasta Tierra del fuego saben recitar sus versos canallas, tararear los riffs de sus guitarras o rasgarse la voz con la emoción de quien sabe que esa letra ha sido la banda sonora de sus años jóvenes. ¿Quizá sería mejor una biografía al uso? Habría que volver a contar que con 14 tocaba la batería de Malahierba, el grupo de su primo; que después de un concierto homenaje a Leño conoció a Rubén Pozo y que en 1999, ya como Pereza, vivirían un ‘boom’, que se convertirían en un grupo generacional, que tocarían más de cien noches al año con sus fiestas y sus fricciones, que romperían Pereza en 2011 antes de romper su amistad, que nadie en la industria de la música los entendió, que justo después se arruinó, que pasó de cantar ‘Princesas’ ante 20.000 personas a actuar en solitario para poco más de 180 acérrimos en locales oscuros; que tras un par de años perdido, «la suerte», como Leiva lo llamará después, lo volvió a encontrar y, con ella, el público, los dobles discos de platino, las giras globales, los más de 2 millones de oyentes mensuales en Spotify, el respeto de la crítica musical…
Pero quizá todo eso ya lo sepa, porque todo eso Leiva lo ha contado en las 250 obras que ha registrado como compositor y productor. ¿Quizá esa sea, entonces, a través de las frases que escribe, la mejor manera de definirlo, de atrapar su figura? «Ya se ha dormido la ciudad / Y quedamos los de siempre / Sólo un sobresalto / Me recuerda que soy de verdad / Me salgo de mi propio cuerpo / Hablo de una forma extraña / Odio al tipo del espejo / Unos siete días por semana», canta Leiva en ‘Como si fueras a morir mañana‘; «Por h o por b me siento un farsante / Una carambola siempre ha estado detrás / De este rígido disfraz de conocido cantante / Quiero alcanzar la invisibilidad», recita en ‘Leivinha‘; «Todo el mundo sabe ya que soy tuerto / Que desnudo parezco un insecto / Y vestido, un señor», entona en ‘Ángulo muerto‘.
Y quizá nada de esto sea suficiente para alcanzar a Leiva. Y quizá por eso Leiva se cuenta ahora en ‘Hasta que me quede sin voz’, un documental sobre su vida, quizá el mejor y más honesto, natural y realista de todos los ‘biopics’ sobre músicos españoles estrenados en la última década, que el que no peca de hagiografía se cae por el barranco de la épica impostada o del eslogan sobre el tema de moda.
Aquí todo es real: es Leiva en lo alto del escenario y en el bajón de la culpa por los abusos de la noche; es Leiva cortando leña en su casa de la sierra para encontrar algo de silencio entre tanto ruido y, también, es la persona que cada noche se bebe una botella de vino para poder apagar los gritos ocultos de su mente inquieta. Es Miguel en la cocina de sus padres hablando de la maravillosa nada que se habla con los padres ante un plato de croquetas y es el músico superventas explicando al productor Jerry Ordóñez en mitad de Texas por qué esa guitarra tiene que sonar de la manera exacta que tiene en mente.
Arriba, Leiva en la zona de conciertos del camping, frente a un mural pintado por Elena de las viejas vías de la Alameda de Osuna que tanto lo marcaron; abajo, retratos de Leiva durante la jornada con ABC Cultural
Los directores, Lucas Nolla y Mario Forniés, y el guionista ‘Sepia‘, de quienes surgió la idea de hacer de Leiva el protagonista de un documental, meten la cámara en la intimidad de la vida de una estrella del rock y dejan que todo pase frente al objetivo. Y por eso Leiva está aquí, hablando con ABC Cultural en el camping de Alameda de Osuna, señalando el escenario donde tocaba siendo un adolescente y donde veía a las bandas de sus colegas de un barrio al que algunos llaman ‘Rocksuna’ por la ingente cantidad de grupos que han llenado los locales de Madrid. Y a Leiva le proponemos, bajo este sol abrasador de mediados de septiembre, que viaje con la memoria hasta alguno de los momentos que han marcado su vida y que aparecen en este ‘Hasta que me quede sin voz‘.
«Para mí este tiempo ha pasado muy rápido… Especialmente rápido», dice con un acento cañí de dicción perfecta y tempo lento. «Es bonito viajar a ese recuerdo porque hoy justo estamos en el centro de reunión de donde nacieron todas esas bandas de mi juventud, nacimos tocando aquí en este club de dentro del camping. Llevo 25 años en la carretera, pero para mí ha sido un suspiro, fue ayer cuando éramos chavales y estábamos en las vías del tren». Esas vías son el inicio del viaje. Leiva las conoció como vestigio de la que fue la Vía de la Gasolina, un antiguo trazado por el que Renfe suministraba carburante al aeropuerto de Barajas que dejó de utilizarse en los años 70, dejando una cicatriz de tres kilómetros entre Alameda de Osuna y San Blas. Allí iban los chavales como él a beber, a cantar, a fumar, a ligar… A vivir. «Nos juntábamos raperos, punkis, heavys, mods… Todos juntos bebiendo y fumando», recita como si fuera un verso perdido de su canción ‘Barrio‘.
«Después de que me dispararan en el ojo, me sentía observado; conviví con las miradas de los demás»
De aquellos grupos de la Alameda, Buenas Noches Rose, los Yoghourt, la Caseta Guernica, Cabeza de Canoa… Leiva fue el que más alto y lejos voló, claro. En ‘Hasta que me quede sin voz’ se reúne con sus amigos tras un partido y hablan de aquellos chavales olvidados que tocaban mejor que ellos. Y ahora, de viaje por la memoria de ese tiempo, lo explica: «No tengo la sensación, nunca la he tenido, de que llegar hasta aquí me haya costado un esfuerzo enorme y toda esta cosa de la meritocracia», comienza antes de hablar de la «suerte»: «No tengo la sensación de que las cosas que tengo me las haya merecido a base de tesón. En mi camino me he cruzado con gente que han cambiado el rumbo de las cosas y estoy seguro de que tiene mucho más que ver con la suerte que con el tesón y con el talento». Y rematará: «Tengo muy presente que hasta el día de hoy la suerte ha tenido una injerencia enorme en mi vida».
Ese «hasta el día de hoy» obliga a ir más atrás incluso de aquellas primeras veces como adolescente. Porque para hablar de suerte con Leiva hay que ir a conocer a ese niño hiperactivo y sin miedos que igual saltaba una tapia que hacía un ‘ollie’ tras otro con el ‘skate’. Siempre acompañado por su primo Vikxie, con el que después formaría Malahierba, se pusieron a jugar con una pistola de perdigones que le robaron a su primo el mayor. Tenían 13 años y, hasta que no oyeron el fogonazo de la bala contra su ojo izquierdo, no sabían que estaba cargada. Después -y esto lo cuenta en el documental original de Movistar Plus -, un enfermero, antes de entrar al quirófano de urgencias, le habló de la suerte de que, pese a recibir un disparo a 20 centímetros de la cara, no tendría más afectaciones que perder un ojo.
Y ahora imagínense: un barrio de la periferia madrileña, años 90, los chavales jugando todo el día en la calle, todos se conocen… En los parques y los colegios se hablaba del crío al que le habían pegado un tiro. Todos lo conocían, o al menos creían conocerlo. El viaje continúa entonces con ese chaval que, desde niño, antes de ser estrella ya era famoso en el barrio. Y eso obliga a quien ha vivido las miradas ajenas de los demás a tomar consciencia de uno mismo. Un aviso a aquel niño de lo que le esperaba de mayor, con los focos apuntando siempre a su vida a su pesar.
«No soy un buen cantante, soy un contador de historias… Por eso busco cosas que me llevan a la música»
«Adquiero esa consciencia de ser mirado no por nada más que porque tenía una cosa estética y una historia que en esa edad impresiona mucho», relata Leiva, ya sentados a la sombra de un árbol después de que el sol de Madrid haya amenazado con derretir su sombrero. «Tenía como una mística, una épica, y yo sí que me sentía muy observado porque llegaba a los sitios y la gente sabía que era el chico al que habían disparado. Entonces conviví con las miradas de los demás. Ya no lo disfrutaba ahí y fue un augurio de lo que iba a pasar con mi vida», reflexiona sobre la fama posterior que tanto le pesa.
«Tuve que gestionar situaciones y eso me obligó a madurar. Tenía que lidiar, siendo muy joven, con explicaciones que me hicieron espabilar antes. Y a la hora de relacionarme con chicas, bueno… Tuve que pasar por encima de mi problema y entender que lo estético no era lo que me iba a hacer conquistar a la chica que me gustaba», ríe antes de lanzar una frase como una dentellada: «Tuve que utilizar la palabrería por encima de lo demás».
Leiva, para ABC Cultural
Y hasta hoy. Porque ese verbo que entrenó entonces le hace disparar versos que llegan a un lugar muy profundo de mucha gente. «Mi ‘chance’ son las canciones, porque no soy un buen cantante, realmente soy un contador de historias… Tengo la sensación de que siempre he estado buscando cosas que me llevan a la música porque no sé hacer otra cosa, quizá servir copas, pero no sé hacer nada más. Por eso he entregado tanto a la música que, inevitablemente, he acabado ganándome la vida como músico», dice, y se nota también en cómo habla, con una oralidad casi literaria, con el peso de cada palabra en su sitio justo, como surfeando la frase hasta que la cadencia le lleva a un lugar determinado. Algo que está presente en su padre, periodista y poeta, el mismo progenitor que intentó alejarlo sin éxito -por suerte- de aquel primo liante.
En esas, Leiva, el tipo de los millones de discos y entradas vendidas, ese que dice que no es «buen cantante», se ve bregando con un problema en la voz. Una de sus cuerdas vocales se está quedando paralizada. Sus afonías le rasgan cada vez que hay un agudo un poco más alto y descontrolado. Y después de cada gira tiene que pasar por quirófano y estar meses sin hablar, comunicándose con lo que escribe en una pizarra de juguete. «Mis amigos me han visto bregar durante años con esto», dice, sobre el poder de una historia sobre un cantante que se está quedando sin voz. «Al principio me dio mucho pudor contarlo porque consideraba que era una parte que pertenecía a mi vida personal… Hasta el momento en el que vi que estaba teniendo una interferencia en mi faceta profesional, porque tuve que suspender por unas afonías enormes los primeros conciertos de la gira que recoge el documental. Así que me pareció sano normalizarlo y contárselo al mundo. Al principio, claro, existen esos fantasmas de que quizá es mejor que la gente no se entere de que tienes un problema en la voz porque te dejarán de contratar. Pero es un problema con el que voy a convivir siempre porque es una lesión irreversible y me parece interesante que la gente sepa que sucede. Es una lucha constante que tengo y que me la he comido siempre yo. Y hay un punto que me parece bien que la gente sepa que no puedo hacer conciertos largos, que no puedo hacer dos conciertos seguidos, que he tenido que cambiar un montón de cosas del repertorio por esto…».
«Un día pensé: «Joder, nunca me he subido al escenario sobrio». Aunque sea con tres vinos»
La siguiente estación es un destino inevitable cuando el contador de historias se convierte en estrella del rock: la fama. Un lugar difícil y en el que Leiva nunca se vio: «Siempre tuve unas metas muy pequeñitas. Yo, en el fondo y en la superficie, pienso en pequeño. Ese es uno de mis grandes problemas, de hecho todas las grandes giras que hacemos son porque mi equipo siempre me ha empujado a dar unos pasos que jamás habría dado; para mí, tocar en Siroco era el Olimpo; luego, después de Siroco, La Riviera era mi Olimpo, jamás me proyecté tocando en un pabellón… Ni siquiera como cantante porque yo realmente pensaba que lo mío era tocar la batería y que, quizá con suerte, podría hacerlo en una banda que viviera de la música. No me recuerdo soñando con grandes recintos ni con popularidad ni con nada, era todo mucho más naif y mucho menos ambicioso, eso es la realidad».
Pero, a su pesar, la fama lo persiguió tanto como la suerte. «Cuando empecé a dejar de ser una persona anónima fui buscando herramientas y mecanismos para cuidarme y protegerme y preservar cosas y no perderlas por el camino. Ser introvertido me lo ha dado la popularidad, yo no lo era».
Eso terminaría por ser el motivo por el que Leiva, tipo que ha protegido su vida privada, dejaría a sus amigos Mario, Lucas y Sepia meter una cámara en lugares físicos y emocionales de los que nunca había hablado: «Querían que la gente pueda ver los entresijos de mi vida. Me decían: «Queremos enseñar a la gente a quien está debajo del sombrero y el traje». Soy una persona muy blindada en redes, me dejo ver poco, entonces para ellos era muy importante poder retratar a la persona que está debajo del escenario, porque al de arriba ya la conoce bastante la gente. Es su película, su proyecto, yo soy solo el protagonista. Me dijeron que querían que se me viera detrás de todos esos neones, y de esa tela distorsionada que hay por los luminosos para desmitificar un montón de cosas, porque al final todos vaciamos por el mismo agujero».
Entonces, ¿el traje es un una coraza? «No, yo creo que es más un juego… Tengo muy inculcado toda esa simbología estética de las fotos que llevaba en la carpeta del instituto, y para mí es simplemente que desde pequeñitos nos vestíamos así y empezó a formar parte de un ritual de escenario y ha acabado siendo parte de mi vida, no es que me quiera diferenciar entre ‘yo’ encima del escenario y ‘yo’ debajo del escenario, porque creo que es la misma persona. De hecho, cuando alguien me dice que mi música le gusta poco pero que yo le caigo muy bien, me es muy difícil de entender porque soy el mismo», relata alguien que se dice muy introvertido en primera instancia, menos tímido en segunda y nada introvertido al final.
«Sí que pienso que he nacido para hacer música y estar con amigos, pero no sé si he nacido para convivir con lo público. Eso directamente me ha ocupado cientos de sesiones de terapia y ya lo asumo con deportividad porque, claro, hay que ser razonables y justos: no puedes llenar un recinto de 15.000 personas todos los fines de semana y que no te conozcan. Lo asumo pero no lo disfruto».
Para la siguiente parada toca abandonar las vías del viejo tren de la Alameda y recorrer el mundo. Y ahí, Miguel sabe que vivir de gira en la carretera como Leiva implica huir de algo. «Me costó mucho tiempo ver que las giras estaban ocupando mucho lugar de mi vida y que elegía no estar en casa; elegía no vivir la vida real. La vida de las giras tiene un porcentaje altísimo de irrealidad: viajas con tus amigos, llegas a un lugar, tocas, te aplauden, cobras y te vuelves con tus amigos en un vehículo. Me di cuenta de que, al final, había querido siempre evitar el tiempo en casa, hasta que llegó un punto en 2013 que tuve un conflicto personal y vital al respecto y me di cuenta que tenía muy desatendida mi vida. En mi c
«En mi casa no se habla de mis conciertos. Ahí soy uno más, no tengo espectadores»
aso, creo que he encontrado un atajo, una trampa para poner los dos pies en un sitio que no es el mundo real, ¿sabes? Pertenezco al mundo de la fantasía. Y eso es lo que, hoy, estoy trabajando porque eso es lo que realmente he tenido muy desatendido siempre. Soy muy consciente de que esa compulsión de vivir en mis canciones es una forma de huir. Entonces, claro, todo el tiempo que pase ahí me salvó de un montón de pensamientos compulsivos que a mí no me van bien».
Los pensamientos compulsivos, el «bicho» de la ansiedad, vendrán después, pese a que su cabeza hiperactiva ha funcionado así desde que tiene uso de razón. Antes, toca parar por fin y hablar de su casa: una familia que hace que Leiva, ya en chandal retro pero con los mismos ademanes de galán callejero, sea un tipo cualquiera de 45 años comiendo un domingo con sus padres. «Vivo sabiendo que llenar la nevera con música es un milagro, y por eso he elegido tener una vida sin cristales tintados, una vida sin glamur y muy normal en la que vengo a tomar una cerveza con mis amigos y voy a casa de mis padres a por el tupper de croquetas. Y no lo hago porque necesite tener un cable a tierra: es porque esta es mi vida real. Nosotros somos una familia numerosa y en las comidas con mis hermanos y mis padres se hablan de los problemas de mi padre, del trabajo de mi hermana… En mi casa no se habla de mis conciertos. Ahí soy uno más, no tengo espectadores».
Donde también se va para no ser visto es a su refugio: una casa en la Sierra donde siembra un huerto, charla con el vaquero cuyas vacas le siegan la finca y pasa un frío que a su garganta no le va bien pero que él disfruta. «Ese sí es el verdadero privilegio de mi vida: poder parar. Es el sueño de todo el mundo. Un tesoro. Ir a esa casa en la montaña es una manera de recargar la pila social. Cuando termino la gira vuelvo bajo mínimos, harto de ver a gente y por lo que entrego, porque cuando termina el concierto entran 70 colegas de cada ciudad del mundo y quieres estar con ellos. Entonces allí me voy a reencontrarme conmigo y a colocar un montón de cosas porque si un coche que va a 180 lo frenas en seco, se rompen cosillas. Me cuesta un montón de meses recomponer esas cosas…».
Un final terrible
Hay una escena en ‘Hasta que me quede sin voz’ -sin hacer el ‘spolier’ a los que la vean esta semana en el Festival de San Sebastián o en cines el 17 de octubre- en la que la doctora le pide a Leiva que baje el ritmo de beber, que ha estado más de 60 días con problemas graves estomacales, y que si no cambia de hábitos el final del camino será terrible. Mientras habla con ella tiene una copa en la mesa. Confiesa que bebe una botella de vino al día «para bajar revoluciones». «Vivimos en un país en donde está peligrosamente normalizado el alcohol, yo y muchos otros hemos tomado copas y nos hemos emborrachado en casa de nuestros padres», cuenta ahora Leiva, que se ha quitado la chaqueta y muestra todos los tatuajes que se ha ido haciendo a lo largo de su vida.
Leiva, en un fotograma de ‘Hasta que me quede sin voz’
«Cuando ya llevas una trayectoria dilatada en la musica… Creo que este es el disco 13, una vida dando conciertos… de repente un día pensé: «Joder, nunca me he subido al escenario sobrio». Aunque sea con tres vinos, pero nunca me he enfrentado a la situación de salir a sobrio a un escenario y gestionar esa situación tan extraordinaria. Entonces al final, estás girando, estás girando, estás celebrando -y gira y celebración son primas hermanas- y siempre está en medio un trago. Con los años me he dado cuenta de que pensamos que los problemas con el alcohol los tiene la gente que se queda dormida en un parque con un Cumbre de Gredos en Tetrabrik, pero los tenemos una parte muy importante de la sociedad entre los que me incluyo, y justo en esos años en donde se rodó la peli andaba con unos problemas estomacales muy fuertes, y en uno de esos días que estábamos registrando y rodando, estaba esperando analíticas y me llamó la doctora. Nos dimos cuenta de que esa botella de vino que me andaba bebiendo diariamente me estaba suponiendo unos problemas muy grandes. Obviamente brego con ello, y lo utilizo para bajar revoluciones. Pero sé que no tengo una relación especialmente sana con el alcohol, que mucha gente como yo lo tenemos en un lugar peligrosamente normalizado».
¿Y eso ya está mejor? «Bueno, realmente por momentos sí, por momentos no».