El asesinato de Charlie Kirk, a primera vista, ha desatado en Estados Unidos reacciones decepcionantes y desalentadoras, demasiado previsibles. Cada bando se apresura a culpar al otro del clima de legitimación de la violencia política. Se trata, sobre todo, de las voces más estridentes, las que dominan en redes sociales y acaparan titulares en los medios tradicionales. Sin embargo, esas respuestas automáticas, previsibles y destructivas no reflejan toda la realidad del país.
Incluso entre los políticos ha habido excepciones notables. El gobernador republicano de Utah -donde ocurrió el ataque- pronunció un discurso ejemplar por su imparcialidad, evitando demonizar sólo al adversario. Y el gobernador de California, Gavin Newsom, uno de los demócratas más destacados y posible aspirante a la Casa Blanca, ya se había distinguido antes de la tragedia: había invitado a Kirk a su pódcast y reconoció que sus propios hijos lo respetaban y apreciaban. Tras el asesinato, reiteró ese gesto de estima.
También entre los expertos hay quienes intentan comprender a fondo qué está pasando, en lugar de limitarse a etiquetar, demonizar o exorcizar. En torno a los jóvenes, la radicalización y la violencia política, destacan dos análisis complementarios que convergen en una misma conclusión: en EEUU se están erosionando las normas que separan la política de la violencia.
La primera investigación subraya un factor estructural de largo plazo: la «sobreproducción de élites» universitarias, es decir, de jóvenes formados que no encuentran un lugar en las instituciones y corren el riesgo de volcarse hacia la revuelta armada.
La segunda pone el foco en una brecha generacional alarmante respecto a la forma de juzgar la violencia como respuesta al discurso político.
El sociólogo Jukka Savolainen (Wayne State University) sostiene que la violencia surge cuando la «clase del conocimiento» se queda sin salidas. Recuerda que las democracias occidentales ya vivieron ciclos de violencia liderados por jóvenes educados y desilusionados: Weather Underground en EEUU, la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia o Acción Directa en Francia. Según él, si los intelectuales y profesionales son marginados de las instituciones, una minoría puede recurrir a la violencia. Retoma la hipótesis de Peter Turchin sobre la «sobreproducción de élites»: las sociedades generan más aspirantes a la élite de los que el sistema puede absorber.
Esto genera frustración, conflictos más agudos y alienación respecto al ámbito público y académico. Y medidas como las del Gobierno de Trump -recorte del sector público, eliminación de cuotas de diversidad, reducción de fondos para investigación- habrían intensificado la sensación de exclusión entre los más formados. En ese contexto, una vanguardia muy motivada puede cruzar la línea. Ejemplos: sabotajes ambientales (como los incendios de Teslas), militancia anarquista, choques entre el movimiento Antifa y la extrema derecha. La advertencia de Savolainen es clara: «Las sociedades que expulsan a sus intelectuales corren el riesgo de convertirlos en revolucionarios».
Por su parte, Kevin Wallsten (California State University, Long Beach) analiza unas encuestas que sirven de barómetro generacional de la violencia como respuesta a discursos considerados inaceptables. Según los rankings de FIRE [Foundation for Individual Rights and Expression] sobre libertad de expresión en la universidad, más de un tercio de los estudiantes ve justificable el uso de la fuerza para impedir una conferencia en el campus. Y este fenómeno no se limita a las universidades: afecta a los jóvenes en general.
La brecha generacional es llamativa. En una encuesta nacional, casi el 80% de los estadounidenses rechaza categóricamente la violencia para silenciar opiniones ofensivas, con cifras similares entre demócratas (77%), independientes (80%) y republicanos (82%). Pero mientras entre los baby boomers el rechazo llega al 93%, baja al 86% en la generación X, al 71% en los millennials y hasta el 58% en la generación Z. Es decir, cuatro de cada diez jóvenes no descartan la violencia como respuesta a un discurso intolerable. Y no hay diferencias entre quienes estudian en la universidad y quienes no.
una «cultura moral victimista»
Wallsten atribuye esto a una «cultura moral victimista» entre los jóvenes: una visión amplia del daño, la búsqueda de seguridad emocional absoluta y la amplificación de la indignación. En ese marco, el adversario se percibe como una amenaza que debe ser neutralizada. Tal vez este sesgo de la generación Z se modere con la edad o con otros factores como la incertidumbre económica, el eco de la pandemia y los disturbios raciales de 2020.
Para reducir riesgos, se necesitan líderes políticos, mediáticos y académicos que recuerden la norma liberal: a las palabras se responde con palabras, no con violencia. La mayoría de los estadounidenses, y aún una parte de los jóvenes, sigue rechazando la violencia, pero basta una minoría decidida para cambiar la historia, como enseñaron los años 70. Lo que hay que evitar es caer en marcos partidistas («los violentos son los otros») o en chivos expiatorios («la culpa es solo de los campus»). La respuesta pasa por una pedagogía cívica que devuelva al centro la persuasión, el debate y la responsabilidad personal, y por la disposición constante a escuchar una opinión diferente: un ejercicio incómodo, difícil y esencial.
Federico Rampini es periodista y escritor italiano, miembro del think tank Council on Foreign Relations. Este artículo fue publicado en italiano en el diario Corriere della Sera el 15 de septiembre