La manipulación de la opinión pública no es un fenómeno nuevo, pero en el siglo XXI ha alcanzado una sofisticación sin precedentes. Gobiernos, partidos políticos y corporaciones utilizan una amplia gama de técnicas para moldear percepciones, crear narrativas y orientar el comportamiento de la ciudadanía. Estas estrategias se apoyan en la psicología social, la tecnología digital y el control de la información.
Uno de los métodos más antiguos y efectivos es el control de la agenda. No se trata solo de qué se dice, sino de qué temas se discuten. Quien fija la agenda pública decide qué asuntos merecen atención y cuáles quedan invisibilizados. En campañas electorales, por ejemplo, los asesores suelen colocar en primer plano la seguridad, la inmigración o la economía, dependiendo de cuál favorezca a su candidato. En Estados Unidos, la campaña presidencial de Donald Trump en 2016 logró situar la inmigración como preocupación central, desplazando otros debates.
Otro mecanismo es la desinformación y las noticias falsas. Durante el referéndum del Brexit en 2016, circuló masivamente la afirmación de que el Reino Unido enviaba 350 millones de libras semanales a la Unión Europea, dinero que supuestamente se destinaría al sistema de salud nacional si se votaba “Leave”. La cifra era engañosa, pero cumplió su cometido: reforzar emociones y condicionar la decisión de millones de electores.
Diferentes aplicaciones de redes sociales en un teléfono móvil.
Relacionado con lo anterior, está el uso de bots y granjas de trolls. Plataformas como Facebook y Twitter han sido escenario de campañas coordinadas para amplificar mensajes políticos. Investigaciones de la Universidad de Oxford mostraron que en 2019 al menos 70 países utilizaron redes sociales para manipular a sus ciudadanos, ya sea difundiendo propaganda oficial o atacando a opositores. Rusia, en particular, ha sido señalada por impulsar campañas digitales para influir tanto en elecciones nacionales como en conflictos internacionales.
Un tercer recurso clave es el encuadre del discurso. La manera en que se presenta un hecho modifica la interpretación que el público hace de él. Por ejemplo, hablar de “guerra contra el terrorismo” en lugar de “operaciones militares en Oriente Medio” genera una percepción de legitimidad. Del mismo modo, en América Latina, líderes populistas han utilizado expresiones como “pueblo” frente a “élite” para dividir el escenario político en términos morales más que ideológicos.
La repetición sistemática de mensajes, conocida como la “técnica del martillo”, también es central. Durante la Alemania nazi, Joseph Goebbels insistía en que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Hoy, el principio se mantiene en campañas modernas: slogans como “Yes We Can” en la era Obama o “Make America Great Again” de Trump son ejemplos de cómo consignas breves, repetidas incansablemente, pueden convertirse en identidades políticas.
Finalmente, el uso de datos personales y microsegmentación ha revolucionado la manipulación contemporánea. El escándalo de Cambridge Analytica reveló cómo millones de perfiles de Facebook fueron utilizados para diseñar mensajes personalizados y persuasivos durante las elecciones estadounidenses de 2016. Este método no solo busca persuadir, sino alterar emociones individuales con base en sus miedos y preferencias.
La manipulación de la opinión pública combina viejas técnicas de propaganda con nuevas herramientas digitales. Lo que está en juego no es solo quién gana una elección, sino la capacidad de las democracias de sostener debates libres y plurales frente a una maquinaria cada vez más eficaz en fabricar consensos.
La ultraderecha: el miedo como motor político
En Europa, los partidos de ultraderecha han encontrado en la inmigración, la identidad nacional y la inseguridad sus principales ejes de manipulación. Utilizan estrategias de comunicación que explotan emociones primarias como el miedo y la desconfianza.
Uno de los casos más notorios es el del Rassemblement National de Marine Le Pen en Francia. Sus campañas han repetido sistemáticamente el encuadre de la inmigración como amenaza a la “civilización francesa”. En 2017, su lema “Au nom du peuple” (En nombre del pueblo) buscaba construir una identidad homogénea frente a un enemigo externo. Diversos estudios del Institut Montaigne han mostrado que los mensajes del RN se viralizan sobre todo en Facebook, donde en 2019 alcanzaban tasas de interacción cinco veces superiores a las del partido de Emmanuel Macron.
En Hungría, Viktor Orbán y su partido Fidesz han perfeccionado el uso de campañas de propaganda estatal. Desde 2015, los medios públicos y afines han difundido imágenes alarmistas sobre la “crisis migratoria”, vinculando a refugiados con terrorismo. Además, el gobierno desplegó carteles masivos con el rostro del filántropo George Soros acompañado del lema “No dejemos que Soros se ría el último”, apelando a teorías conspirativas antisemitas. Según Reporteros Sin Fronteras, más del 80% del mercado mediático húngaro está bajo influencia directa o indirecta del partido de Orban.
La estrategia se repite en otros países: en Italia, Matteo Salvini ha convertido la narrativa de “puertos cerrados” en un símbolo de soberanía; en España, Vox utiliza intensivamente las redes sociales con mensajes simplificados y emotivos. Un informe de la Universidad de Oxford del año 2020 mostró que Vox estaba entre los partidos europeos con mayor uso de bots y cuentas automatizadas para inflar tendencias en Twitter.
La izquierda radical: el pueblo contra las élites
Si la ultraderecha explota el miedo, la izquierda radical en Europa recurre a la indignación social y el antagonismo económico. Su discurso se construye sobre la idea de un pueblo explotado por élites corruptas y poderes financieros globales.
En Grecia, Syriza, liderado por Alexis Tsipras, utilizó durante la crisis del euro un mensaje constante: la Troika (Banco Central Europeo, FMI y Comisión Europea) era presentada como una fuerza opresora contra el pueblo griego. Este encuadre, difundido por medios alternativos y amplificado en redes sociales, movilizó a millones de ciudadanos en el referéndum de 2015, donde el “No” a las condiciones de rescate financiero obtuvo el 61%.
En España, Podemos construyó su identidad política a través de un uso estratégico de los medios televisivos (como el programa La Tuerka) y de las redes sociales. Sus mensajes insistían en la división “casta” vs. “ciudadanía”. El recurso de la repetición de slogans como “Sí se puede” y el uso de narrativas emocionales con ejemplos cotidianos lograron conectar con sectores golpeados por la crisis de 2008. Investigaciones académicas han demostrado que el partido utilizó técnicas de microsegmentación digital para movilizar jóvenes urbanos y clases medias precarizadas.
En otros países, como Alemania con Die Linke o Francia con La France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon, se observa un patrón similar: campañas centradas en el antagonismo económico-social, donde los medios afines y plataformas digitales reproducen mensajes contra las élites financieras, los bancos y la Unión Europea.
El caso venezolano: el ecosistema comunicacional chavista
En Venezuela, el gobierno de Nicolás Maduro ha convertido la comunicación política en una herramienta de supervivencia. Tras la herencia de Hugo Chávez, Maduro consolidó un sistema mediático dominado por el Estado, compuesto por televisoras como Venezolana de Televisión (VTV), radios públicas y una red de periódicos oficiales. A ello se suma la censura a medios críticos, el bloqueo de portales digitales y la persecución de periodistas.
En 2022 se registraron 286 violaciones a la libertad de expresión en Venezuela, muchas ligadas al control informativo oficialista. Las campañas de Maduro no solo se difunden por medios tradicionales, sino también por un ejército digital de cuentas automatizadas y simpatizantes que posicionan hashtags en Twitter, como #VenezuelaSeRespeta o #ConMaduroMásUnidos.
El discurso oficial se enmarca en una narrativa de resistencia: el gobierno se presenta como defensor de la soberanía frente a un enemigo externo, principalmente Estados Unidos. El discurso oficial convierte las sanciones económicas en “ataques imperiales” y a la oposición en “agentes de Washington”. Los medios afines repiten de manera coordinada estos mensajes, reduciendo el espacio para el disenso. Así, no solo se manipula la agenda pública, sino que se moldea la percepción internacional de la crisis venezolana.
El fenómeno Trump: medios aliados y la era de la posverdad
En Estados Unidos, Donald Trump ha convertido la comunicación política en un espectáculo mediático. Durante sus campañas, ha utilizado X, y luego su propia plataforma como herramienta directa para comunicarse con sus seguidores, pero también ha contado, al menos inicialmente, con medios de comunicación afines como Fox News, One America News Network (OANN) y Newsmax.
Estos canales no solo amplificaban sus mensajes, sino que muchas veces reproducían teorías conspirativas. Por ejemplo, en 2020 se difundió repetidamente la narrativa de que las elecciones fueron “robadas”, a pesar de la ausencia de pruebas. Según un análisis del New York Times, entre el 3 de noviembre y el 5 de enero de 2021, Fox News emitió más de 700 noticias relacionadas con denuncias infundadas de fraude electoral.
La estrategia de Trump se basa en dos pilares: la polarización y la victimización. Los medios afines lo presentan como un outsider perseguido por un “sistema corrupto”, lo cual refuerza el vínculo emocional con sus bases. El término “fake news media” ha convertido a medios tradicionales como CNN o The Washington Post en enemigos públicos para millones de votantes republicanos.
A diferencia del modelo venezolano, donde predomina el control estatal, en el caso estadounidense la manipulación se apoya en la segmentación ideológica de la audiencia y en un ecosistema mediático que refuerza burbujas informativas. Así, los medios aliados actúan como cajas de resonancia, legitimando mensajes que luego se viralizan en redes sociales.