A finales de 1961, el escritor soviético Vasili Grossman fue enviado a Armenia. Aquejado por una grave enfermedad, dedica parte de su tiempo a reflexionar sobre la hermandad entre armenios y judíos en el sufrimiento. Lo que podría haber sido un libro sobre el horror y la amargura se transforma, gracias a la humanidad de Grossman, en una celebración de la vida. ‘Que el bien os acompañe’ es, sobre todo, una mirada comprensiva, respetuosa y admirada del otro. Pienso en Grossman, en el sufrimiento olvidado de los armenios y de tantos otros. Sus historias trágicas de exterminio dormitan en los anaqueles de las bibliotecas a disposición del que quiera saber.
Para algunos académicos el antisemitismo toma la forma de un camaleón. Cambia su morfología de acuerdo con el contexto, pero su odio al judío permanece inalterable a la espera de saltar sobre su presa. Culpar al judío de asesinatos, crisis o revoluciones ha sido habitual. Arthur Miller, en el prefacio de su novela sobre el antisemitismo en Estados Unidos, señaló que la última de las imágenes contradictorias (Marx/Rothschild, Einstein/’Bugsy’ Siegel) que han servido al odio antisemita fue la creación del Estado de Israel. Con su reconocimiento y pertinaz resistencia a ser exterminado por los vecinos desde sus inicios, sustituyó la imagen de judío que va con la cabeza baja por la calle por algo distinto: un combatiente, un trabajador que no se dejará amedrentar.
Criticar al Gobierno de Israel no es antisemitismo. Probablemente, muchos israelíes son incapaces de soportar a Netanyahu más de un segundo en televisión. Algunos despreciarán a los partidos minoritarios y extremistas de los que se ha ayudado. De hecho, antes del 7 de octubre de 2023 había una alta contestación de la ciudadanía israelí a un Ejecutivo que cuestionaba la división de poderes y que se veía cercado por casos de corrupción. Criticar un gobierno es un acto legítimo y que en los países donde rige el Estado de derecho como Israel no suele costar la vida. Otra cosa sucede en estados como Irán. Allí el feminicidio otorga prestigio social.
El problema surge cuando se demoniza a un Estado. Al oír a ciertos tertulianos tienes la sensación de que si mañana Israel y sus ciudadanos –incluidos los palestinos israelíes– desaparecieran desde el río hasta el mar, todos los sufrimientos planetarios se desvanecerían. No parecen recordar las decenas de estados que pisotean los derechos humanos diariamente. Suelen salir en el telediario celebrando lucrativos acuerdos comerciales sin que ningún otro gobierno o manifestante los perturbe con alguna acusación que comprometa negocios, alianzas o incluso la financiación de partidos.
Los muy organizados militantes del deporte humanitario señalan al judío para, acto seguido, arrojar chinchetas a un modesto ciclista, mientras se olvidan de los tiros en la nuca. No parece concernirles que los niños europeos vistan camisetas de Fly Emirates o Congo. Al fin y al cabo, no se ahorca ni tortura a ningún opositor u homosexual o mueren niños a diario extrayendo coltán para que los antisemitas den rienda suelta a su odio e ignorancia en internet. ¿O sí?
¿Es que el mundo ama a los palestinos? Quizá solo en la medida de que son un buen instrumento contra los judíos. Resulta curioso ver como adalid del humanitarismo global a un primer ministro que abandonó al pueblo saharaui a su suerte. O más bien a su desventura, al tener que vérselas con una dictadura. Durante décadas, en muchos países musulmanes han utilizado a los palestinos como cortina de humo, mientras sus gobernantes machacaban a su pueblo y se hacían ricos. Europa, en plena decadencia e irrelevancia, juega esa carta, a la vez que favorece la polarización de su ciudadanía en busca de votos. Paro, desigualdad, corrupción, destrucción de los servicios públicos, empobrecimiento del campo europeo… Algunos gritan «todos los inmigrantes son delincuentes», otros «malditos judíos». En fin, ‘nihil novum sub sole’. Ya no somos ‘Charlie Hebdo’.
En Europa se ha acusado a los judíos de asesinos de niños durante siglos. Esta creencia ancestral retorna en el telediario de la noche. No parece importar que una organización, nada sospechosa de reaccionaria, como The Free Press, haya informado de que las imágenes publicadas de menores malnutridos son de niños con graves enfermedades. No parece inquietar que se citen como ciertos los datos que da Hamás sobre las víctimas civiles. O que los terroristas traten de controlar la comida y repriman a los disidentes. Tampoco que sitúen a su población en los lugares que saben que van a ser atacados, mientras ‘heroicamente’ se refugian en los túneles para torturar a los rehenes. En fin, sus civiles son mártires y cuantos más mejor. Así piensan los responsables de los horrendos crímenes de 2023. Esas mujeres violadas, esas familias quemadas vivas o esos jóvenes masacrados, mientras estaban de fiesta, no merecían que se colgaran banderas israelíes en nuestras ciudades o se iluminaran monumentos. Tampoco los rehenes que arrancaron de sus familias. Aún quedan 48. Salvo honrosas excepciones, la reacción europea fue tibia. Más aún si tenemos en cuenta que se perpetró en un ‘kibutz’ cuya mayoría estaba por el entendimiento con los gazatíes. Hoy estamos aún peor. Se está pasando de la oración adversativa –«condeno el ataque del 7, pero…»– a la justificativa. Se lo merecían. Y además es genocidio.
Más allá del debate jurídico que se dirimirá en las instancias correspondientes, se debe señalar que esta cuestión contiene dos elementos igualmente trascendentes. El primero es ponderar la gravedad de acusar de genocidio a un país democrático. El genocidio requiere una intencionalidad de exterminio que, en el caso de Israel, es imposible de probar porque, entre otras consideraciones, se avisa a la población civil. Recientes informes independientes –BESACenter– han negado esta calificación de la acción militar israelí. Otra cuestión es si se han cometido crímenes y las sanciones a los responsables militares y políticos. Estoy seguro de que es la propia sociedad civil israelí la más interesada en que estas responsabilidades sean depuradas. El segundo es establecer un paralelismo entre el Holocausto y el conflicto entre Israel y los palestinos. Esta inadmisible e infame comparación banaliza el Holocausto, es decir, el asesinato sistemático y planificado de más de seis millones de judíos por el nazismo. Los auténticos genocidas que hay en Palestina son Hamás y sus aliados, ya que abogan claramente por la aniquilación del Estado de Israel y de sus ciudadanos. Por eso no entregan las armas ni a los rehenes.
En la primera parte de la novela de Julia Navarro ‘Dispara, yo ya estoy muerto’ se describe el sufrimiento judío en la Rusia zarista. En un pasaje de esta, un miembro de la policía del Zar dice «los judíos son el germen de todos los problemas. Hay que arrancarlos de nuestra tierra como se arranca la mala hierba». ¿De verdad que no hemos aprendido nada?
Rafael Rodríguez Prieto
Reportar un error