En una charla con una estudiante de maestría de la Universidad de Oxford comentábamos la gran paradoja de la mesa de paz del Gobierno con las bandas de Medellín: se está negociando una paz donde no hay guerra. Así como se oye, desde hace ya varios años las organizaciones que se dividen el control del territorio y de la criminalidad han impuesto una serie de normas y arreglos que han llevado a la pacificación de la ciudad.
Las normas se refieren a las prácticas y los comportamientos permitidos a los miembros de las organizaciones. El uso de la violencia está estrictamente regulado. De hecho, los asesinatos no son aleatorios. Requieren del permiso de los jefes de las organizaciones. Los mandos medios y los miembros rasos no pueden practicar la violencia por fuera de estas normas.
Los arreglos se refieren a la estricta división territorial que las distintas bandas han hecho de la ciudad y las prácticas diplomáticas que evitan que eventuales diferencias y guerras en el interior y entre las bandas desemboquen en violencia generalizada. Enfrentamientos ocurren, pero las bandas han desarrollado e internalizado mecanismos de negociación y mediación para encapsular los enfrentamientos. Por lo general acaban en la muerte de facciones disidentes si se trata de insubordinación o en reconfiguraciones del territorio si se trata de disputas entre bandas.
El Estado ha jugado un papel central en este proceso civilizatorio de la violencia en Medellín. El uso de la fuerza fue definitivo para someter a Escobar, las milicias de las guerrillas y las bandas. Abunda evidencia de alianzas con facciones criminales para someter a las organizaciones más renegadas. Basta mencionar los vínculos de las autoridades con ‘los Pepes’. Pero, más allá de los cuestionamientos morales que puedan traer estos vínculos, es indiscutible que el uso de la fuerza por el Estado propició la imposición de aquellas organizaciones con mayor capacidad de domesticar la violencia.
En Medellín se negocia la paz, pero no hay una guerra. La negociación es sobre la entrega de la gobernabilidad
al Estado.
No todo ha sido fuerza. El discurso y las inversiones sociales del Estado también han tenido un papel central en la civilización de las organizaciones criminales. Las campañas e iniciativas para que las bandas contuvieran sus comportamientos más violentos fueron recurrentes. La sociedad civil hizo numerosos llamados para que tuvieran lugar pactos de convivencia. Los gobiernos locales, a su vez, propiciaron procesos de reinserción de los miembros de las bandas durante la desmovilización de las Auc y facilitaron la creación de organizaciones que contuvieran la violencia en los barrios.
La última gran guerra en el Valle de Aburrá, entre Sebastián y Valenciano, ocurrió hace más de una década, luego de la extradición de ‘Don Berna’. En la práctica no hubo ganador porque Sebastián, quien se impuso, fue capturado y extraditado. Desde entonces no existe una cabeza sino el arreglo mencionado previamente, que ha permitido que las tasas de homicidio de hoy en Medellín estén cerca de cifras de un dígito por 100.000 habitantes, nada más opuesto a la guerra.
Por todas estas razones es importante que el actual gobierno, o los próximos gobiernos que busquen una salida negociada a la violencia, conciban el problema no como una guerra entre facciones sino como una negociación para que un grupo de organizaciones criminales renuncien al gobierno de una parte importante de la población de la ciudad. Las negociaciones son de paz, pero no en el sentido de acabar una guerra, sino acerca de la necesidad de desmovilizar organizaciones que cobran impuestos, administran justicia y organizan la vida de las comunidades sin recurrir a dosis incontrolables de violencia.
En el mediano plazo esta situación puede aplicar a muchas regiones del país. No se negocia la paz, sino la entrega del gobierno local por un grupo armado.