Ser pionera es algo que en España se paga tarde y mal. En el Madrid de los tranvías y los mentideros, aquél de tabernas rojas y corrales en los bajos de las casas, apareció una niña cuya biografía parecía escrita con pentagramas en lugar de … con tinta. Se llamaba María Rodrigo Bellido y nació en 1888, en una ciudad que producía políticos oradores, escritores prolíficos y guitarristas en cada portal, pero que no estaba acostumbrada a que una señorita de trenzas y lazos de encaje se sentara al piano con la misma seriedad con la que otros niños aprendían la tabla de multiplicar.
Los vecinos la miraban con una mezcla de devoción y recelo. Para las señoras del barrio, «la niña del piano» era casi un espectáculo municipal: tan pronto se corría la voz de que iba a ensayar, se dejaban las compras en el mercado para subir a escuchar, entre cotilleo y suspiritos, a la criatura que era capaz de domesticar a Chopin sin despeinarse. Claro que siempre había alguna voz sensata —generalmente masculina y con puro en la boca— que preguntaba si tanta tecla no acabaría distrayendo a la muchacha de lo importante: aprender a bordar servilletas con iniciales.
La pequeña María no estaba sola en esta aventura: su hermana Mercedes, igual de brillante en el piano, completaba el dúo prodigioso. La casa de los Rodrigo sonaba más que una verbena, aunque con menos chorizo parrillero y bastante más disciplina. Y es que el padre, funcionario, y la madre, paciente y orgullosa, habían decidido que sus hijas serían algo más que prodigios de salón. Aquello no era simple adorno de visitas, sino vocación seria. A los catorce años, mientras otras niñas madrileñas estaban entre el catecismo y los juegos de cuerda, María ofrecía conciertos públicos y deslumbraba a maestros como Ruperto Chapí y Tomás Bretón, nombres que en España sonaban a Zarzuela y batuta con autoridad. Que la niña los tuviera por mentores no era una casualidad, sino una obligación que no podían ignorar.
El Madrid que la vio crecer no terminaba de creérselo. Una capital acostumbrada a celebrar a sus toreros más que a sus músicos asistía, incrédula, a la aparición de esta compositora precoz. Y como aquí todo se comenta/comentaba en los cafés, más de un tertuliano despachaba el asunto con frases lapidarias: «Una mujer no puede vivir de la música» o «esa moza es una provocación». Pero ella seguía, imperturbable, con sus partituras, sus óperas incipientes y su disciplina germánica en un entorno que no acostumbraba a ver a una mujer con talento haciendo lo que le daba la gana. De hecho, lo admirable no era sólo el talento, sino la naturalidad con la que lo ejercía. En la casa madrileña de los Rodrigo no se hablaba de milagros, sino de estudios, de ensayos, de trabajo constante. Y mientras la ciudad se agitaba entre carromatos y pregoneros, en un piso del centro una muchachita de ojos vivos tocaba con tal seriedad que parecía que el futuro de la música española pasaba por esas manos pequeñas.
Después vendrían los reconocimientos, las óperas estrenadas, los viajes y la Guerra Civil. Pero el germen de todo estaba allí, en aquella niña que, en lugar de asomarse al patio a jugar a la comba, prefería quedarse con el piano. Madrid fue su cuna, su escenario inicial y su primera audiencia incrédula. Y es que, en un país tan dado a desconfiar de los genios propios, lo más sorprendente de María Rodrigo Bellido fue que, desde niña, demostró que se puede ser madrileña, mujer y prodigio sin pedir permiso, por mucho que tuviera que pedir perdón por ser así de genial.
El fin de la guerra supuso para ellas, María y Mercedes, un inevitable exilio. Los vencedores del fratricidio eran tan machistas como lo siguen siendo hoy en día. El complejo de mandar con la pilila es un síntoma de fascistas y comunistas, tan iguales ellos en realidad. Huyeron primero a Suiza, después a Colombia y finalmente recalaron en Puerto Rico, donde encontraron calor e igualdad en mujeres brillantes e intelectuales que también huían del dictador, como María Zambrano, Victoria Kent, Pau Casals o el mismísimo Juan Ramón Jiménez.
Murió a los setenta y nueve años en 1967, siendo profesora de la universidad de Ríos Piedras, en un país que no sentía complejo por tener a una mujer sentada en la butaca del piano. Compositora y valiente, esta gata que fue tigre, era como una desbrozadora en un mundo lleno de zarzas acomplejadas. Y desde aquí, nuestro reconocimiento para que no caiga en el olvido de la mediocridad.