El pianista canadiense Jan Lisiecki (Calgary, 1995) se ha presentado en el ciclo Grandes Intérpretes de Piano, de la Fundación Scherzo. Ya no es un joven intérprete aunque siga siendo igualmente genial y conserve el temperamento de lo que habitualmente se entiende … por prodigio, es decir, un talento innato, nativo, tan determinante que acaba por convertirse en algo de lo que es difícil desprenderse. Tiene ahora treinta años y vuelve a Madrid, siete años después de su primera actuación en este ciclo, siendo uno de los protagonistas absolutos del pianismo mundial.
La biografía no deja resquicio a la duda, pero tampoco su discografía sostenida sobre diez discos en los que mira sin pudor a lugares estratégicos del repertorio con una muy particular tendencia hacia Chopin. Sería fácil señalar que se debe a su ascendencia polaca pero es una razón improbable. Su Chopin es poderoso, redondo, denso, limpio, extraordinariamente virtuoso, desinhibido y muy emotivo. Moderno. Encontrar antecedentes es equívoco cuando surge la personalidad. Él mismo lo sugiere al explicar que trata de permanecer al margen de cualquier tradición (por supuesto, una quimera) o, más curioso aún, cuando se acerca a los manuscritos queriendo descubrir en la estricta grafía de los compositores algunas de sus claves personales.
Lisiecki ha actuado en el Auditorio Nacional con su proyecto ‘Preludes‘, presentado discográficamente en marzo de este año. Es la primera ocasión en la que propone un programa con sentido argumental. Su anterior disco, ‘Night Music‘, pese a lo aparente del título, era una cuidada sucesión de obras más o menos ordenadas. ‘Prelude’ es una ilusión musical con configuración de díptico: en un lado, colocada a la manera de pequeña biblioteca de Babel, hay una docena de obras de pequeño tamaño, en formatos similares, unidas por sutiles relaciones musicales y cuyo, contenido combina compositores en competencia; del otro, los veinticuatro preludios de Chopin, explorando al verdadero protagonista del programa, el reactivo para una tempestuosa sucesión de afectos.
El concierto que se escuchó el martes presentó alguna variación con respecto al disco, lo que confirma que ‘Preludes’ es tan solo el escaparate de una fórmula, cuyo sentido final depende de la intervención de Lisiecki, de su pianismo cargado de sinceridad. Por eso, carece de relevancia observar cada obra por sí sola, porque lo concreto solo es significativo dentro de la narración general. ‘Preludes’ es una galería de instantes musicales, ordenados y encuadernados en un mismo álbum, que Lisiecki va recorriendo como si fuera el guía de un museo.
Pero hay más, porque frente a la convincente sensatez con la que se presenta la grabación, la actuación en directo vino a añadir una tensa concentración ambiental. Se estaba en ello, cuando sonó el móvil de rigor y Lisiecki se detuvo durante unos segundos que parecieron infinitos. Siguió adelante y algunos preludios de Chopin, luego repetidos en la segunda parte al interpretar la serie completa, se siguieron alternando con Bach, reconvertido al piano moderno sin pudor, en una clara confirmación de que el medio condiciona el fin. También con Rachmaninov, tan armado como los juveniles y aguerridos preludios de Henryk Górecki; con el engañoso Szymanowski y con el también temprano Messiaen (ambos anunciados en el programa de mano de manera imprecisa), tan lejos todavía del futuro maestro espiritual y ornitólogo. Como remate y fuera de programa sonó el segundo romance del opus 28 de Schumann, con una sencillez pasmosa tras las tumultuosas y ciclotímicas oleadas chopinianas.
Lisiecki, como los grandes, se transforma ante el piano. Pierde la naturalidad para adentrarse en un territorio propio en el que el gesto es una especie de confesión. Con ‘Preludes’ todo ello es mucho más evidente porque son muchas las posibilidades, las controversias que surgen, y que Lisiecki resuelve desde una perspectiva musical intachable, demostrando que el buen intérprete siempre ofrece una verdad. La suya. Verle encogiéndose ante el teclado, comerse el piano, estirarse, agitar el pelo con nerviosismo, sudar hasta tener que cambiarse de camisa en el descanso, calibrar con concentración el pianísimo o hacer del instrumento algo atronador es una experiencia que recupera el viejo mito de virtuoso. El de verdad, no el que se ‘instagramea‘, sino el que convierte la música en un objetivo con independencia de su propia popularidad.
Tras quince años de carrera profesional, Lisiecki es un hecho indiscutible en el mundo del piano. Su presencia inaugurando la nueva temporada del ciclo Grandes Intérpretes está cargada de lógica: lo extraño no es, por tanto, la solvencia del concierto sino la contemplación de un auditorio con tantas localidades vacías. Las razones deben ser muchas y transversales, incluyendo la peculiaridad de los canales de comunicación que hoy se manejan, tan aparentemente inmediatos, pero tan poco eficaces cuando se trata de promocionar las virtudes de la programación musical. El ciclo Grandes Intérpretes de Piano anuncia nueve conciertos más incorporando por primera vez dos con orquesta y la figura de artista residente que estrenará Javier Perianes. Toda una certidumbre.