«Yo que, por desgracia, nunca tengo suficiente,
y que vivo dividiendo el tiempo siendo varias veces yo».
Con este par de versos Mikel Izal define a la perfección, en su canción “La gula”, ese sentimiento que asola a esta generación inconformista en la que por edad me incluyo. Si bien al inconformismo la literatura le suele dar tintes heroicos, no siempre es positiva.
Los jóvenes vivimos en un continuo “quiero más”, como si nos encontráramos en un buffet mortal en el que observamos cada plato con un deseo y una ansiedad desproporcionadas, hasta el momento en el que uno de ellos se pone a nuestro alcance, porque entonces empezamos a salivar pensando en nuestra siguiente degustación, y así hasta que morimos de gula o, aún peor, de insatisfacción crónica.
Aspiramos a más: a un mejor trabajo, más cercano a nuestra vocación y, a poder ser, con un salario superior al actual; a descubrir el último país que se ha puesto de moda entre la comunidad viajera; a emparejarnos con la princesa o el príncipe de perfección imposible que protagonizaban los cuentos que nos leían nuestros padres antes de apagarnos la luz; a una familia y un grupo de amigos libres de defectos, en los que no se generen discusiones que alteren nuestro frágil estado de ánimo.
No quiero decir que el inconformismo sea, por naturaleza, negativo. La ambición mueve al mundo, y ninguna persona con éxito lo ha logrado sin una dosis de este rasgo. Sin embargo, un empacho de inconformismo, entendido como la resolución a conquistar una arcadia lejana a nuestra realidad, acabará por ser letal para nuestra autoestima.
Reconozco que fui víctima de esta ensoñación, lo que me provocó una buena dosis de insatisfacción en el ejercicio de un empleo con el que soñaba desde pequeño. Me dedicaba por aquel entonces a mis dos grandes pasiones: los viajes y el fútbol, pero me vi obligado a resetearme para encontrar el deleite con otro plato del buffet.
Estoy leyendo “El arte de no amargarse la vida”, un libro que trata, precisamente, acerca de la insatisfacción evitable, aquella que provocamos al no ser capaces de aceptar nuestra propia imperfección, la de las personas con las que nos relacionamos y la del mundo en el que vivimos. Cuando conseguimos racionalizar y relativizar nuestras circunstancias, la felicidad deja de ser una quimera para convertirse en realidad.
Como diría Izal:
«Todo estaba aquí, al alcance de mis manos,
esperando a que dejara de buscar por todos lados».
Francisco Javier Merino, ganador de la X edición www.excelencialiteraria.com