Los requisitos para obtener un arma en Estados Unidos varían tanto que lo que en un estado exige permisos, formación y verificación de antecedentes, en otro se convierte en un trámite casi simbólico. La consecuencia es que el acceso resulta muy sencillo en buena parte del país, con normativas que van desde el llamado porte constitucional sin permiso hasta marcos más estrictos donde el permiso es obligatorio.
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Este mosaico de regulaciones deriva en que, según dónde se resida, una persona pueda portar una pistola oculta con un simple papel o incluso sin él. Esa flexibilidad se conecta con la cultura política del país, donde los episodios de violencia se repiten y donde incluso un acto tan normal como acudir al colegio puede acabar en tragedia como ocurrió en Sandy Hook o Uvalde. Más recientemente, se ha vuelto a ver con el asesinato de Charlie Kirk mientras confrontaba ideas con estudiantes en Utah.
La Segunda Enmienda se convirtió en un pilar legal con interpretaciones expansivas
Los defensores de la Segunda Enmienda sostienen su derecho citando el texto constitucional que establece que “una milicia bien organizada es necesaria para la seguridad de un Estado libre, [por lo que] el derecho del pueblo a poseer y portar armas no se violará”.
Ese artículo ha servido como base legal durante más de dos siglos, pero su aplicación ha derivado en una red de leyes estatales que en muchos casos amplían aen exceso la portabilidad. El caso más extremo es Vermont, que considera que sus ciudadanos poseen ese derecho de forma automática y que, por lo tanto, el estado no puede otorgar permisos, de modo que un habitante que necesite acreditación debe acudir a otro territorio que sí disponga de ese mecanismo.
Los datos de Small Arms Survey refuerzan esa excepcionalidad al calcular que Estados Unidos concentra 393 millones de armas de un total de 857 millones que existen en todo el planeta, lo que supone en torno al 46% del arsenal civil mundial. Ese volumen desproporcionado explica que el país sea el único con más armas que habitantes, con una media de 120 por cada 100 personas. En paralelo, un 32% de los adultos declara poseer al menos una, un dato que ilustra el peso de este fenómeno en la vida diaria.
La violencia política se ha repetido desde la independencia hasta el siglo XXI
Aunque algunos discursos insisten en que episodios como el asesinato de Kirk son anomalías, la historia revela una continuidad que desmiente esa percepción. Ya en los años de la Revolución, castigos brutales como el embadurnamiento con alquitrán y plumas se convirtieron en un método de intimidación contra los considerados leales a la corona británica. En Nueva Jersey, en 1779, seis de ellos fueron ejecutados por milicianos sin pasar por un juicio. El mensaje era claro: la violencia formaba parte de la construcción política.
En los primeros años de la república, los duelos de pistola ocuparon ese mismo lugar simbólico. En 1798, Henry Brockholst Livingston mató a James Jones en un enfrentamiento que lejos de destruir su reputación lo impulsó hasta el Tribunal Supremo. La normalización era tal que incluso disputas por el control de cargos terminaron con balas en Weehawken, donde DeWitt Clinton y John Swartwout se batieron en 1802 hasta que quedaron heridos.
La expansión industrial del siglo XIX consolidó el uso de armas al multiplicar la disponibilidad de armas de fuego. Revolveres y rifles fabricados en serie sirvieron tanto para la defensa personal como para la imposición política. El asesinato de Abraham Lincoln en 1865 mostró cómo un arma podía convertirse en el instrumento definitivo para modificar el rumbo institucional del país. Décadas después, las imágenes de la revista Life tras la muerte de John F. Kennedy en 1963 volvieron a subrayar la fuerza simbólica de un disparo en la esfera pública.
Los crímenes actuales muestran la continuidad de una tradición que nunca se ha roto
En junio de 2025, Melissa Hortman, expresidenta de la Cámara de Representantes de Minnesota, fue asesinada en su casa junto a su marido y su perro. Ese crimen mostró otra cara de la misma tradición: la violencia política en entornos íntimos que también reclama vidas vinculadas al poder. La frase repetida tras cada suceso, “esto no es lo que somos”, contrasta con la evidencia de que estos episodios encajan en una trayectoria que atraviesa siglos de historia.
Esa trayectoria se apoya en un marco legal donde todos los estados permiten portar armas en público, aunque con requisitos dispares. En 18 de ellos y en Washington D. C. se exige permiso, entrenamiento y verificación de antecedentes, mientras que en otros basta con cumplir la edad legal. Existen incluso leyes de reciprocidad, que reconocen permisos emitidos en territorios vecinos, lo que amplía todavía más las posibilidades de ir armado sin apenas obstáculos.
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El resultado es un país con un arsenal civil inabarcable, un marco jurídico irregular y una historia marcada por la violencia política. Un cóctel que explica por qué frases de consuelo como “esto no es lo que somos” resultan huecas ante la realidad de que, en Estados Unidos, un arma está siempre demasiado cerca.