Actualizado Lunes,
29
septiembre
2025
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09:48
El Teatro Real presenta la primera de sus ocho óperas en versión concierto, que se alternan con las nueve representadas. Esta ópera de Vivaldi, que no parece contarse entre las más notables del gran compositor, llega apellidada con el término “semirepresentada”, el nuevo palabro compuesto por la suma del adverbio semi y el participio del verbo representar, que aspira a definir un híbrido entre la puesta en escena y un concierto musical.
El híbrido se entiende con facilidad como idea; idea que se enturbia por el modo tan diverso y contradictorio en que lo semi aparece según lo entienden sus diferentes artífices. Aquí el grupo Ensemble y Gemelli, dirigido por Emiliano González Toro, ha contado con una supuesta dirección de escena de Mathilde Etienne; supuesta, porque agrupar a los instrumentistas a un lado del escenario, disfrazarlos sin criterio reconocible, pedirles que se arrodillen o se paseen con una espada de juguete al cinto, además de aislarlos con un foco verde y obligar a comparecer a un pobre niño descalzo que debería estar durmiendo en su casa es un pobre remedo de una auténtica representación.
El grupo Ensermble i Gemelli es un conjunto vocal e instrumental sin duda muy profesional y muy competente, que en su aproximación a la música de Antonio Vivaldi ha optado por un estilo algo desconcertante. La pequeña orquesta suena bien, limitada por una sobriedad que a menudo resulta seca y monótona; se echa de menos la brillantez y el brío propios del compositor.
Son todos buenos cantantes, pero quien destaca es el contratenor KeyMon Murrah, exquisito en su papel de Gilade, con un delicado lirismo, triste y alegre a la vez. Dos mezzosopranos, Deniz Usun y Seraphine Cotrez, a él se aproximan, mientras la otra mezzosoprano, Adèle Chervet, en Berenice, con su espléndido vozarrón propio para una ópera de Mascagni como la de la semana que viene, se despega con estridencia; tampoco los tenores suenan a Vivaldi.
El libreto es un compendio de lo peor de la comodona actitud barroca, que consiste en utilizar episodios del comienzo del Imperio romano con intrigas palaciegas de amores indecisos. El reyezuelo Farnace aparece aquejado por lo que podría llamarse el síndrome de Abraham, la barbaridad de prometer sacrificar a su hijo si vence el enemigo, lo que, tratado tan esquemáticamente, no conmueve ni interesa, como tampoco los escarceos amorosos de la familia.
La peripecia acaba sin sangre y el público, que se aburrió en la primera parte, aplaudió al final con alivio. Habría que preguntar a cada espectador su opinión sobre la música de Vivaldi tocada y cantada así, además de lo que sintieron ante la semi representación.