editorial
El Gobierno otorga pasaportes con generosidad, pero se niega a ejercer la mínima defensa consular cuando sus ciudadanos son enemigos del régimen bolivariano
La denuncia que efectúan los familiares de veinte presos políticos venezolanos con nacionalidad española estremece por su crudeza y su carga moral. Se trata de ciudadanos que, con doble nacionalidad adquirida o por ascendencia, se encuentran aislados en prisiones señaladas por las organizaciones de derechos humanos por su crueldad como el Rodeo I o el Helicoide, sin juicio, en condiciones infrahumanas y sin la más mínima protección consular por parte del Gobierno de España. Y aquí aflora una contradicción que resulta sencillamente intolerable. El Ejecutivo de Sánchez ha sido muy generoso en los últimos años para facilitar la adquisición de la nacionalidad española a cualquier descendiente de españoles, incluso con vínculos lejanos en el tiempo. Esto se ha presentado como un acto de justicia y de reparación histórica, y en muchos casos lo es. Pero cuando toca ejercer la contraparte del vínculo nacional –es decir, brindar protección activa y efectiva a estos ciudadanos en situación de vulnerabilidad extrema–, el Gobierno se vuelve pusilánime, escurridizo y cobarde.
«Siento que han sido indiferentes. La política exterior española frente a los presos políticos venezolanos con nacionalidad española ha sido, por no decir nula, insuficiente», lamenta una familiar de uno de los reclusos. Y ese testimonio podría repetirse decenas de veces. Lo dicen quienes tienen que mendigar una visita consular, implorar un comunicado oficial, suplicar que alguien en el Ministerio de Exteriores les explique qué está haciendo España para sacar a sus compatriotas del infierno bolivariano.
La situación es clara: más de 800 presos políticos en Venezuela, al menos veinte de ellos con nacionalidad española acreditada. Muchos de ellos sin juicio, con evidencias de tortura, sin acceso a abogados ni médicos, sobreviviendo con comida en estado de descomposición y sufriendo castigos físicos o extorsiones cotidianas por parte de funcionarios penitenciarios. Entre ellos están Alejandro González, Rocío San Miguel, Fernando Noya, Catalina Ramos y una larga lista de nombres que deberían estar en el despacho de Albares, si de verdad la nacionalidad significara algo. Se suma la escandalosa ausencia de diplomacia activa. España ha sido clamorosamente silenciosa mientras países como Estados Unidos o Brasil lograban excarcelaciones de sus ciudadanos. Trece presos políticos fueron liberados recientemente en Caracas gracias a presiones internacionales –según se informó el 24 de agosto– y ni uno solo era ciudadano español. En paralelo, se permitió que Rodríguez Zapatero mediara en una operación que terminó con la liberación de un condenado por triple homicidio en Madrid, pero no movió un dedo por los presos políticos españoles.
El Gobierno se excusa en que no puede ejercer su poder consular sobre quienes también tienen nacionalidad venezolana, pero esa doctrina no impidió que, en otros casos, sí se activaran los resortes diplomáticos para defender a unos excursionistas vascos detenidos o a otros nacionales en países más seguros. La doble nacionalidad, en lugar de ser un lazo de protección, parece convertirse en una excusa para el olvido.
España no puede permitirse esta doble moral. No puede ser generosa para otorgar pasaportes, pero cobarde para extender el amparo que implica esa ciudadanía. Callar ante la arbitrariedad chavista, mirar hacia otro lado cuando hay españoles encarcelados sin juicio y permitir que la política exterior se subordine al cálculo ideológico es una traición a los valores más elementales del Estado de derecho. Y a su propia gente.
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