Desde hace más de 30 años, la Corte Constitucional ha sido la guardiana de la Constitución y de la democracia. Por eso, la elección de sus magistrados no puede convertirse en un botín político: está en juego la esencia misma de nuestras libertades. Si un magistrado llega condicionado por favores del Gobierno, la democracia se tambalea.
Hoy, Colombia enfrenta ese riesgo. El Senado debe elegir a un magistrado imparcial en un momento crítico para la independencia de poderes. Si esta elección se entrega al Ejecutivo, lo que se pierde no es un cargo, sino el futuro del país.
El diseño institucional buscaba equilibrio: tres magistrados postulados por el Consejo de Estado, tres por la Corte Suprema y tres por el Presidente. Sin embargo, renuncias, suspensiones y nulidades rompieron ese esquema, permitiendo que cinco de los nueve magistrados se designen en un solo mandato. Esa “casualidad” le dio a Gustavo Petro un poder inusitado para incidir en el tribunal que controla sus excesos.
Hasta ahora, el Gobierno ha logrado nombrar a tres magistrados, entre ellos su abogado personal y su secretario jurídico. Si su coalición impone otra candidatura, el Presidente tendría mayorías en la Corte Constitucional, porque dos magistrados más están alineados con sus posturas. Con ello dispondría de un poder absoluto.
A esto se suman denuncias de corrupción: dos presidentes del Congreso han caído por compra de votos, y la exconsejera Sandra Ortiz reveló presiones indebidas en la elección de un magistrado. Sus declaraciones, lejos de investigarse, parecen sepultadas en el silencio. La pregunta es inevitable: ¿por qué la Comisión de Acusación de la Cámara no ha escuchado a Ortiz ni asumido con seriedad su denuncia? ¿Por qué, además, tras hablar de compra de voluntades, le retiraron la seguridad?
El Senado debe elegir a un magistrado imparcial en un momento crítico para la independencia de poderes. Si esta elección se entrega al Ejecutivo, lo que se pierde no es un cargo, sino el futuro del país
Ese mutismo institucional alimenta la sospecha de un entramado de corrupción donde con recursos públicos y entrega de puestos se negocian apoyos parlamentarios para capturar la justicia. Si el Congreso mira hacia otro lado, lo que se erosiona no es un trámite, sino la independencia misma del Estado.
Hans Kelsen advirtió que la justicia constitucional existe para impedir que quienes ostentan el poder lo manipulen. Cuando el juez constitucional pierde independencia, la Constitución deja de ser límite y se convierte en papel al servicio del gobernante. La historia lo confirma: Hitler usó la Ley Habilitante de 1933; Chávez y Maduro manipularon la Constitución venezolana. Siempre es el mismo libreto: primero capturan las cortes, luego reescriben la Constitución y, finalmente, se pierden las libertades.
En la práctica, esto significa que el Ejecutivo podría imponer conmociones interiores arbitrarias, alterar calendarios electorales, blindar tratados a su medida o manipular normas con una Corte sumisa. No es casual que Petro haya atacado al presidente de la Corte, el magistrado Ibáñez, quien con rigor ha defendido la Constitución y ha demostrado independencia. Su voz se ha convertido en símbolo de resistencia institucional y recordatorio de que la justicia existe para frenar la tentación autoritaria.
Con mayorías en la Corte, el Presidente podría legitimar una constituyente para abrir la puerta a la reelección o a reformas diseñadas para perpetuarse en el poder. La Corte dejaría de ser contrapeso para convertirse en cómplice.
Por eso, el Senado carga con una responsabilidad histórica: blindar a la Corte Constitucional frente a la tentación autoritaria. Se trata de impedir que el Ejecutivo obtenga la llave del poder ilimitado. Si el Congreso cede, la democracia dejará de ser principio para convertirse en recuerdo.
LUIS FELIPE HENAO