Nunca pensé que el infierno (un pequeño infierno, de acuerdo) en la tierra sería pagar una factura de la empresa Claro. No lo niego, siempre tengo que prepararme psicológicamente para este duro proceso. Alisto lápiz, papel y teléfono. Y comienza la faena. Espicho el link de pagos, que me lleva automáticamente a una nueva pantalla donde me preguntan entonces cuáles son los cruces peatonales de una calle. Acierto la mayoría de las veces, aun cuando a veces no, y entonces toca volver a hacer todo. Hasta ahí, la paciencia me habita, pero las siguientes pruebas serán, ya lo sé, más duras.
Aparece entonces un cuestionario con los consabidos datos personales que ya he suministrado a Claro miles de veces. Relleno cada uno de los campos y ya se me sube un poco la tensión. Entonces me piden el maldito número de referencia, lo escribo y de repente me dicen que no es el número adecuado. ¿Cómo no puede ser el número adecuado si hace casi 10 años es el mismo? Me devuelvo entonces varios pasos atrás, lo que deshace por supuesto lo que había logrado precedentemente. Pero continúo con estoicismo y vuelvo a comenzar. Los dioses de la tecnología me han castigado y asumo el castigo.
A la segunda vez funciona el número de referencia. Es un pequeño milagro. Procedo entonces a indicar el número de mi banco y ¡upss!, aparece un letrero que dice: “En ese momento no podemos proceder con su pago”. Debe ser un chiste… justo cuando estaba a un paso de la cima del Everest. Con algunas técnicas de yoga trato de ordenar mi respiración y sobre todo de calmar un horrible sentimiento de incapacidad. Valiente, reinicio todo, pero por tercera vez en el día, el señor Carlos Slim me dice: “No es posible hacer tu pago”. Ya estoy con algo de taquicardia, me sudan las manos, pero, decidida, me pregunto dónde pude fallar.
En mi sillón, frustrada, de repente me pregunto qué edad podrá tener Carlos Slim, el dueño mexicano de Claro. ¿Será un hombre que paga sus facturas desde su celular?
Contabilizando, llevo casi 35 minutos tratando de hacer este pago. Minutos que hubiera podido gastarlos en la última novela de Pilar Quintana, que me gusta tanto, o en la preparación de mi mousse de chocolate. Me asalta la culpa; me aturde una horrible frustración y me gana la rabia. Sentada, me pregunto: ¿y qué tal si mando todo al infierno?
Pero la tragedia griega no ha terminado. Llega su tercera escena: la llamada a mis hijos, y este libreto sí que me lo conozco. “Madre, ¿estás segura de que hiciste bien las cosas?” (pregunta imbécil, pues evidentemente que no hice bien las cosas), y entonces ya me siento doblemente imbécil…
Recuerdo entonces que siempre podré ir caminando al Claro del centro comercial Andino. Después de todo debe ser legal aun en este país pagar en una caja una factura con una persona que te reciba el dinero sin problema. Por supuesto, mi otro hijo me advierte: “¿Será que te reciben el pago?”. Al parecer, hay unas tiendas Claro que reciben los pagos y otras no. Ya definitivamente quiero llorar.
En mi sillón, frustrada, de repente me pregunto qué edad podrá tener Carlos Slim, el dueño mexicano de Claro. ¿Será un hombre que paga sus facturas desde su celular? Me río sola. En el fondo la única cosa que me gustaría entender es qué ha hecho mal mi generación para que la tecnología se vuelva un infierno para nosotros, todos y todas. ¿No era su propósito facilitar la vida para aprovechar el tiempo libre? Cojo mi libro y me digo a mí misma: que espere Claro. Ya veré cómo pago. ¡Y que se vayan todos a la chingada!
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad