En un país lejano gobernaba un rey muy rico, que recibía en su corte a embajadores de las monarquías más remotas de la tierra. Cada año, el rey y su séquito partían en una gran caravana que atravesaba todas las ciudades, aldeas y pueblos sobre los que gobernaba. Sus súbditos podían contemplar la majestad de su soberano, que hacía desfilar frente a ellos todo tipo de extravagancias traídas de lugares lejanos: tigres de la India, osos blancos de Noruega, hombres enanos de Borneo…
En los confines de su país había una pequeña aldea, tan pequeña que ni siquiera figuraba en los mapas y por la que no transitaba ninguna carretera. Era la única población que nunca recibía la visita de su rey. Los lugareños cultivaban arroz y criaban gallinas, recorrían largas distancias para abastecerse de agua y combatían a las fieras con lanzas de madera. Allí vivía un tal Samuel junto a su madre, su mujer y sus cuatro hijos. Samuel cortaba leña en el bosque una vez a la semana, y la transportaba por todas las casas de la aldea en un carro tirado por un mulo.
Una tarde, mientras regresaba del bosque cargado de leña, se encontró con un hombre rico que viajaba a lomos de un camello acompañado por una pequeña comitiva. Uno de sus criados, vestido de seda y terciopelo, se adelantó para acercarse al carro.
–Mi señor Gautama, brahmán del reino del rajá Shivaji, te saluda. Venimos desde muy lejos para unirnos a la caravana real, pero hace días nos extraviamos en un tramo del camino y no tenemos quién nos guíe.
Samuel conocía todos los senderos del bosque y se ofreció a conducirlos a la localidad más cercana, desde donde podrían retomar el camino y dar alcance al rey y a su corte.
Cuando horas después, a la entrada de dicha población, se fueron a despedir, el brahmán Gautama habló con Samuel:
–Has obrado bien con nosotros y te agradezco tu servicio. Quiero premiar tu generosidad con un valioso obsequio –mientras pronunciaba estas palabras, extrajo de entre los pliegues de su túnica una pequeña estatua de bronce.
–Este es Takanek, un poderoso espíritu de mi tierra. En manos de un hombre de corazón cruel podría ser peligroso, pero sé que tú lo usarás para el bien. Si le rindes el culto debido, cubrirá todas tus necesidades y en tu aldea nunca pasaréis hambre.
El leñador aprendió de boca del brahmán cómo tenía que venerar al espíritu para recibir sus beneficios: debía recitar unas palabras en un idioma extraño mientras quemaba en un incensario una serie de objetos.
–Estos son –le señaló Gautama– los objetos que debes poner en las brasas para agradar a Takanek: pétalos de flores del campo, cartas de amor y de amistad, así como cualquier cosa que haya sido utilizada como juguete por un niño. Recita, además, las palabras que has escuchado de mi boca, y el espíritu llenará de agua tus cántaros, encenderá el fuego de tu hogar, hará que en tu alacena nunca falte el arroz, tendrás el agua hervida en tu cocina y el almuerzo preparado cuando el sol esté en lo alto, apaciguará el ánimo fogoso de tus hijos, remendará vuestra ropa cuando se desgarre, llenará cada mañana de leños nuevos tu carro y ahuyentará a los lobos de tu aldea. Descansaréis de las fatigas, tú y toda tu gente.
Las palabras Gautama se cumplieron al pie de la letra a partir de que Samuel levantara un altar en la plaza del pueblo y colocara sobre él la estatuilla de Takanek. Cada mañana salía de su choza para recoger flores del campo, escribía cartas de amor y de amistad y buscaba todos aquellos objetos que habían sido utilizados por los niños en sus juegos. Después encendía una hoguera para que ardieran ante el espíritu. A Samuel no le apenaba quemar aquellas cosas, pues los pequeños de la aldea ya no necesitaban jugar, nadie hacía uso de las flores y eran inútiles las cartas para declarar el amor de los vecinos a sus mujeres. El espíritu cuidaba de todos ellos.
Los hombres olvidaron las lanzas de madera, las durezas desaparecieron de las manos de las mujeres y la suciedad de las rodillas de los niños, que ni jugaban ni reñían en el barro. Si alguien enfermaba, acudía a Takanek y al instante recuperaba la salud. Cuando el sol estaba en lo alto, las ollas en las casas se llenaban solas de arroz y de agua hirviendo. Las abuelas dejaron de velar a sus maridos moribundos, y en las familias no hubo ya convalecientes a los que alimentar y cuidar. Los ancianos no morían de frío en invierno e incluso a los niños de pecho les alimentaba Takanek con su magia. Todas las responsabilidades que gravaban la vida de los habitantes de la aldea quedaron relegadas al olvido. Sin embargo, la madre de Samuel cayó en un profundo ensimismamiento, como si una terrible abulia la devorara por dentro.
–Madre, ¿cómo puedes estar triste? ¡Por fin tenemos comida! Además, ya no necesitas caminar por ese largo sendero de piedra en busca de agua. Puedes descansar y dormir sin dañarte los pies.
Ella respondió:
–Hijo mío, antes de que trajeras ese ídolo, me acercaba cada mañana al mercado para comprar arroz en compañía de algunos de tus hijos, con los que charlaba por el camino. Es cierto que a veces hacían trastadas y me enfadaba con ellos, pero aquello era parte del camino. Los días de fiesta visitábamos la casa del granjero y elegíamos un pollo, al que yo misma agarraba del pescuezo y lo desplumaba al llegar a casa. El resto de la familia debíais esperar pacientes a que se cociera el guiso, que se hacía a fuego lento durante toda la mañana. Al atardecer, tú, Samuel, mi propio hijo, me curabas las heridas de los pies con mucho cuidado, mientras me contabas todo lo que te había sucedido durante la jornada: la tala de los troncos, los animales salvajes que habías visto en la profundidad del bosque, los rasguños y las heridas que habías recibido al trabajar, los peligros a los que te habías enfrentado… Cuando caía la noche nos reuníamos en torno al fuego y recordábamos a tu padre y a tus abuelos, cómo vivieron, cómo lucharon contra las dificultades de la vida y cómo murieron. Pero, ahora, hijo, ¿qué nos queda? No hay sendero de piedras que transitar, ni peleas de nietos, ni sacos de granos que acarrear a la espalda, ni pollos que cacareen, ni ampollas en los pies. Solo nos queda ese maldito arroz que yo no coseché, ni compré, ni cargué, ni cociné. ¿Te das cuenta? –miró a Samuel con angustia–. Mis nietos crecerán sin saber lo que es un surco arado en la tierra ni de dónde procede la carne que hierve en la olla. Desconocerán el orgullo que siente un hombre cuando empuña una lanza para defender su casa del ataque del lobo, y el valor que tiene un cántaro rebosante de agua fresca. ¿Quién nos devolverá nuestras conversaciones en el camino, nuestros dolores y nuestras tragedias? ¿Qué les contaremos a nuestros hijos y nietos? Les diremos que nos despertábamos para quemar ofrendas a ese monigote, que después comíamos y volvíamos a nuestro letargo ¿Podrás decirles que fuimos felices? ¿Quién nos devolverá nuestro sufrimiento, las lágrimas que nos enjuagábamos los unos a los otros? Ya nadie llora en este pueblo, y eso es tan triste…
Samuel la observaba con una expresión de incómoda sorpresa.
–Pero madre –le respondió–, ¿por qué dices esas cosas? ¿Cómo puedes maldecir la abundancia, cuando el hombre ha sido hecho para buscarla? ¿Quién en su sano juicio renunciaría a recoger el fruto que la fortuna le ofrece? ¿Quién no toma el camino más corto hacia su destino? Si dirijo mi carro hacia el bosque y encuentro un sendero espacioso y limpio, al abrigo de las tormentas y de los ataques de las fieras, ¿no sería una necedad ignorarlo y continuar el viaje por barrancos sinuosos y por esos valles donde habitan los lobos? ¿Acaso Takanek no es un trayecto directo a la felicidad? –abrió las palmas de las manos, tratando de parecer conciliador–. Por añorar tu infancia, ves con malos ojos que las cosas no sean como entonces. Por eso estás triste, cuando deberías alegrarte.
–Tal vez tengas razón y yo no sea más que una vieja que vive en sus recuerdos, pero, dime, hijo, si es que lo sabes: ¿hacia dónde nos dirigimos ahora que ni siquiera caminamos?
Samuel abrió la boca y volvió a cerrarla, pues no tenía una respuesta.
–Ese ídolo nos ha robado la libertad –concluyó la mujer.
Javier Taylor, ganador de la IX edición www.excelencialiteraria.com