Cerré el libro de don Francisco de Quevedo y su ‘La España defendida’ con un sobretítulo sobre calumnias de noveleros y sediciosos, escuchando el lamento desgarrado de un poeta y espadachín joven, de apenas 29 de años cuando lo comenzara a escribir. ¡No … sabría aún cuánto tendría que venir, vivir y sufrir en esa Corte tan mutable! Reflexionaba sobre lo leído cuando guardé el libro en mi moderno zurrón, mientras pagaba mi desayuno en la Plazuela de San Ginés.
En la cercana librería adosada al templo homónimo acababa de comprar un viejo ejemplar de las aventuras y memorias del capitán Alonso de Contreras, que parecía echarle un duelo a espadas a una primera edición de 1996 de otro capitán, que en otro mundo, seguramente más eterno, el literario, fueron ambos amigos desde que de mozos se alistaran como pajes tambores: un tal Diego Alatriste y Tenorio.
Fueron ambos amigos desde que de mozos se alistaran como pajes tambores: un tal Diego Alatriste y Tenorio
Levanté mis ojos de manera instintiva hacia la placa romboidal que tantas veces había visto a despecho de guiris, forasteros y naturales, que la ignoraban: «En esta rinconada de San Ginés el militar y aventurero FREY ALONSO DE CONTRERAS, ‘el Capitán Contreras’, vivió y fue preso en 1608». ¡Qué novelaza parecía esconderse tras esas simples palabras! Encaminé mis pasos por Coloreros hacia Mayor, donde de repente sentí el frío del fantasma del Conde de Villamediana, Juan de Tassis, asesinado en esta esquina, quien sabe si por orden del Rey Planeta, el cuarto Felipe, en 1622. «Mentidero de Madrid, decidme, ¿quién mató al conde? (…) La verdad del caso ha sido que el matador fue Bellido y el impulso, soberano», escribiera Góngora. ¡Voto a tal que no parece sino que sigo en una novela! Pues si en ella estoy, me encamino por la Plaza Mayor hacia las cavas para tomar unos torreznos y un vino de San Martín de Valdeiglesias, que era de los que gustaba Quevedo, en la Taberna del Turco, a ver si hubiera suerte que la Lebrijana me preparara incluso unas migas.
Me hago el loco, metido en mi fantasía de encontrarme en el Madrid del siglo XVII, obviando que dicha taberna realmente está nominada como el mencionado Alatriste, y entre cruces de Borgoña y un cuadro ciertamente augusto sobre un tercio cartagenés esperando, inevitable, lo que un soldado siempre asume en la batalla, saco de mi coleto el libro de Contreras y me enfrasco en su lectura entre sorbo y sorbo de un honesto Valdepeñas. Cuando veo que deja en un taburete anejo su chambergo quien me interpela sentándose a mi lado: «¿Os está gustando mi vida?». Mis ojos eran mayores que los platos con una A enlazada a una espada donde sirven las comandas.
—No os extrañéis, que ando ya curado de espanto con estos viajes que me proporciona una pócima que un tal escribidor, Torcuato Luca de Tena, me hiciera trasegar en una de sus novelerías, dándome la tabarra en mi aventura, un periodista. ¡Espero que no lo seáis! En fin… ¡cosas de escritores! Pero, ya veis dónde estamos. En una taberna salida del magín de uno que, tildado de mal español, no ha hecho sino recordar que, si un día fuimos un imperio, fue gracias a quienes fuimos olvidados. Como yo mismo. ¡Y eso que fui de carne mortal! Y que contar lo que fuimos, para lo malo y lo bueno, que también lo hubo, logró sacarnos con su pluma a corsarios, tercios y espadachines, que nos persignábamos pese a todo, y que al grito de ¡cierra! hicimos de España, tantas veces madrastra, dueña del mundo. Ya ve, pasmado amigo. Todo gracias a un ‘novelero’ y a un capitán de los Tercios que ya es tan real como yo mismo. O más.