Actualizado Jueves,
11
septiembre
2025
–
21:33
Pueden leer esta columna imaginándome como al abuelo Simpson gritando a una nube. Lo asumo, pero que el viejo enfadado luche contra molinos no implica que no tenga razón. La tengo. La mitad de la gente que va a los conciertos sobra, molesta, lo estropea todo. Se han cargado la mejor experiencia que existe, vestido o desnudo, para convertirla en la víctima definitiva de las redes sociales y el postureo. Como cuando cogieron al pobre atún y lo convirtieron en vulgar tartar porque era más fotogénico.
La última vez que Radiohead vino a Madrid, en 2003, aún era una de las bandas más aclamadas del planeta. Tocó en Las Ventas una sola noche y no llenó. Fuimos 16.000, estupenda entrada, pero sobraron unas 4.000 localidades. Ahora que vuelven para sus primeros conciertos en siete años van a llenar cuatro veces el Movistar Arena (17.500 de aforo) y hubieran podido reventar ocho.
El proceso de compra ha sido enrevesado. Registro previo en dos fases, espera de días mientras cribaban los bots para reventa y favorecían las peticiones de la misma ciudad y una tensa espera para ver si te aceptaban. Cinco amigos seguimos el proceso, todos residentes en Madrid, y los cinco recibimos el mismo mensaje: «Lamentablemente, no se te ha asignado un código al azar para la venta». Van a sacar (restemos compromisos) 60.000 entradas y cero de cinco. No es mala suerte, es que las peticiones han sido desorbitadas. ¿De dónde salen, repentinamente, todos esos fans de una banda que ni en su mejor momento vendía demasiado en España? Fácil. No lo son, son intrusos buscando algo de lo que presumir ahora que ir a conciertos es el ir a Pachá de los 90.
Admitamos que el factor nostalgia empuja a ir a gente a la que en su día le gustó razonablemente el grupo sin volverle loco. Vale, a esos les dejo ir. Pero Radiohead no es Oasis o Nirvana, no ilustra camisetas de H&M y Primark ni su regreso es un suceso planetario. A los farsantes les da igual, pero acudirán en manada porque les hace sentirse más interesantes de lo que son y, mientras, joden el concierto a los que sí quieren estar allí. Lo que era un problema de festivales, las broncas con idiotas hablando de espaldas al escenario, lo tienes hoy en cualquier sala.
Hace poco, el propio artista pidió que durante ¡una! canción se guardara silencio. A mi lado, un tolai que llevaba toda la noche pendiente de grabar vídeos e (intentar) ligar ignoró ruidosamente la solicitud. Se lo afeé. “Esto es un concierto, no una misa”, me dijo. Intentando que no escalara la cosa, le pedí que respetara al músico. “No es nadie para mandarme callar. Yo le pago la entrada y él canta”. Lo que pasó luego no es publicable, pero ese fantoche irá a Radiohead. Fijo. El exhibicionismo y la farsa han tomado los conciertos. Hay que echarlos.