14/09/2025
Actualizado a las 08:10h.
«Cuando tenía cuatro años ya decía que quería ser escritora. De niña, un poco más mayor, escribía poesías cortas y mis familiares siempre se reían de mí porque no cesaba. Repetían, porque les hacía gracia, una frase que solía decir: ‘Seré escritora’. Cuando me entregaron el Premio Nobel, sentí una profunda tristeza por el hecho de que mis padres no estuvieran vivos para presenciarlo. Me habría encantado que lo vieran, que hubieran hecho bromas con esa misma frase que tanto decía de niña: ‘Seré escritora’. Sentí mucha pena.
Ese episodio infantil es una anécdota, claro, pero si hablamos en serio, tengo que decirle que creo que un escritor de verdad nace con la sensación de camino marcado. He vivido toda mi infancia y juventud —bueno, no toda, pero sí esos años decisivos— en una zona rural. Mis padres eran maestros en la escuela del pueblo. En este periodo temprano me marcaron mucho las conversaciones, los relatos que se comunicaban unas a otras las mujeres jóvenes, o maduras, sentadas en los bancos pegados a las casas. Aquellas conversaciones eran incluso más interesantes que los libros. Teníamos una cantidad tremenda de libros en nuestra casa y me encantaba leer, pero aquellas conversaciones eran fascinantes.
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Editorial:
Ariel -
Páginas:
464 -
Precio:
20,90 euros.
Creo que soy medio escritora y medio periodista. Nunca me he despedido por completo de mi perfil periodístico. De hecho, mi padre era periodista. Solo en un momento dado de su carrera profesional decidió ser maestro, siguiendo una tradición familiar de cuatro generaciones. Era algo que llevaba dentro lo que le convenció para aceptar este puesto. Por eso nos trasladamos a la zona rural. Cuando me gradué en la escuela no tenía ninguna duda, ya sabía que iba a ingresar en una facultad de Periodismo.
Así que, en definitiva, tenía, por un lado, a mi padre y, por otro lado, a esas mujeres que yo escuchaba y que me marcaron tanto. Eran como el compás que siempre resonaba en mi mente y en mi ser cuando escribía.
«Trabajé como periodista, sí. Pero me sentía como una rata en una ratonera, me faltaba espacio»
Trabajé como periodista, sí. Primero unos cinco o seis años en un periódico y luego pasé a una revista. Pero me sentía como una rata en una ratonera, me faltaba espacio. En lo que se supone que era el periodismo soviético, no me sentía libre, sino encerrada. Lo que me interesaba a mí no era relevante para el periódico donde trabajaba. Lo sabemos todos nosotros. Lo que estamos leyendo en un periódico tiene un nivel muy superficial. A mí muy pronto me empezó a interesar la realidad con la que me encontraba a un nivel muy distinto.
Lo que me atraía era el ser humano, no tanto en su dimensión social, superficial, sino el ser humano en toda su profundidad, en su contenido animal, en su oscuridad, en lo que de alguna manera ha reflejado Dostoyevski en sus libros. Me interesaban, como dijo un escritor soviético —ahora no recuerdo cuál—, las entrañas del ser humano.
Esta manera coral de abordar las historias podría responder a que aprendía más hablando con personas que leyendo libros. Puede ser, sí. Lo que encontraba en los libros era insuficiente. Tenía la sensación de que el ser humano siempre ha sido mucho más amplio. Tiene más volumen, más posibilidades de las que suele mostrar la literatura. La guerra, por ejemplo, no es solamente un conflicto armado. Hay un añadido más importante que procede del ser humano como tal.
De hecho, debo decir que en la literatura rusa existía no tanto una tradición, sino incursiones en este tipo de género. Por ejemplo, durante los años de la Primera Guerra Mundial, hubo una enfermera procedente de una familia aristocrática que registraba en un cuaderno lo que le relataban los enfermos en los hospitales. Su apellido era Sidorchenko. Era su posición, digamos, aristocrática, lo que le empujaba a hablar con la gente más sencilla, en un intento por descubrir la vida y llenar los vacíos en su percepción del mundo.
«Tolstói, en sus diarios, escribió que, tarde o temprano, los escritores debían tener en cuenta esa realidad viva»
Y luego están Alés Adamóvich, a quien considero mi maestro de letras, y Daniil Granin, otro escritor. Los dos trabajaban en este campo: el de registrar la memoria oral. Adamóvich decía que lo que la gente te cuenta es megaliteratura, hiperliteratura. Que, de alguna manera, ese tipo de literatura está por encima de lo que tú puedes crear como escritor. Incluso Tolstói, en sus diarios, escribió que, tarde o temprano, los escritores debían tener en cuenta esa realidad viva al crear los argumentos de sus novelas, porque la vida está por encima de cualquier invención. Es superior.
No sé muy bien cómo logro ganarme la confianza de estas personas. Me cuesta explicarlo, pero tal vez esto fue la herencia de mi padre. Él, por muy director de escuela que fuese —una posición muy respetada en las zonas rurales—, era capaz de pararse en mitad de la calle para ayudar a una anciana a llevar a casa un cubo con agua, y no parar de hablar con ella durante dos horas: de lo humano, de lo divino, de lo vivido… Era capaz de entrar en su vida de esta manera. Veía lo mismo, por ejemplo, cuando visitaba a mi abuela, que vivía en una aldea en Ucrania. En aquel lugar la gente se sentaba y hablaba. Hablaba de cosas dolorosas, de desastres, de sucesos que les remitían a Dios. Compartían todo lo que les había ocurrido. Eran unos relatos muy impactantes, unas vivencias muy profundas. Yo quedaba inmersa en sus testimonios.
Por supuesto, al comenzar un trabajo tengo una idea preconcebida y luego la modifico. Siempre tengo una idea inicial. Lo que ocurre es que, al ir de una persona a otra, a veces esta idea se modifica y se hace más grande en todos los sentidos. Hace poco estuve releyendo mis libros para preparar una nueva edición en ruso. He llegado a la conclusión de que, actualmente, los haría de una manera muy diferente. Habría hecho otras preguntas y habría abordado otros temas. Porque, al igual que mis interlocutores, crezco y cambia mi visión del mundo, cambia también mi intención. Cambiarían los libros, sin duda.
«Mi trabajo, ya sea entendido como mi profesión o como vocación, consiste en rescatar el tiempo perdido»
No toda persona puede hablar. Cuando digo hablar no me refiero a una conversación rutinaria, de las que siguen el curso de la vida, sino a una expresión auténtica de un ser que reflexiona, que analiza. Alguien que se interroga sobre sí mismo, sobre lo que le rodea, etc. Una persona que piensa, que indaga en su interior. De cada diez personas, diría que, como mucho, hay dos con esa capacidad. La mayoría simplemente transita por la saga de la vida.
El periodismo parece haberse visto reducido por la tecnología. Coincido con usted. El periodismo actual tiene mucho margen para innovar, y estoy completamente de acuerdo en que la técnica no es el problema. Recuerdo, hace muchísimos años, que me preguntaban por el tipo de grabadora que usaba, si traía las preguntas pregrabadas… Y no, nunca trabajé así. Yo voy a ver a una persona, que es tu vecino en el tiempo, y a hablar con ella. La cuestión es: ¿quién es el que hace la pregunta? ¿Hasta qué punto eres interesante para el otro? ¿Te lo has preguntado alguna vez? ¿Hasta qué punto eres capaz de indagar, adivinar o intuir algo sobre los misterios del tiempo, de la actualidad, del ser humano? En resumidas cuentas: ¿quién eres tú?
Para mí, la aprobación más alta se producía cuando una persona, tras haber pasado con ella toda la jornada en su casa, me decía: ‘Por Dios, no era consciente de que sabía todas estas cosas. Jamás habría pensado que pudiera tener dentro estos pensamientos, estos sentimientos. Gracias a ti lo estoy sacando afuera. Los estaba revisando, y estaban tan profundamente enterrados en mi ser que nunca habían aflorado’.
«Si insistes en las preguntas, lo arruinas: el clima se rompe de inmediato. Y entonces, le niegas a la persona la posibilidad de expresarse»
De hecho, mi trabajo, ya sea entendido como mi profesión o como vocación, consiste en rescatar el tiempo perdido, y no solo el que se pierde a través de los medios de comunicación, sino también el que desaprovecha el propio ser humano.
El momento es muy importante, y el hecho de no preparar preguntas de antemano es clave. Porque no se trata de una entrevista, sino de una conversación, donde tiene que generarse un clima de confianza. Esa conversación tiene que arrastrarnos tanto a mí como a la persona con la que hablo; es lo que estimula la memoria y desata todas las bifurcaciones. Ahora estamos hablando de un tema y luego estamos hablando de otro. Conduce a otros niveles. No hay que forzar la conversación. Si insistes en las preguntas, lo arruinas: el clima se rompe de inmediato. Y entonces, le niegas a la persona la posibilidad de expresarse.
Para mí, nunca ha sido peligroso lograr que todas estas personas mostraran sus pensamientos. Sinceramente, no lo creo. La autocracia, la dictadura, son formas de poder muy primitivas. Hay un líder que manda sobre la variedad de voces y, evidentemente, de opiniones. No se contempla que exista una sola persona que piense de otra manera y, además, tenga voz. Quien lo hace, se convierte en una figura incómoda para el régimen. Ahí reside la causa de mi imposibilidad de volver a casa, a Bielorrusia.
Ahora estoy trabajando en un libro que tratará el tema de la revolución en Bielorrusia y la guerra de Rusia contra Ucrania. En su momento, escribí sobre el ocaso del hombre soviético. ¿Ha leído ese libro? Pensé que aquel hombre soviético había desaparecido, pero me equivoqué. Todavía existe y ahora ha vuelto a empuñar las armas en Ucrania. Por eso tengo que continuar con mi labor y estoy preparando este nuevo libro.
Para mí es muy importante el periodismo, sobre todo ahora, en estos tiempos oscuros, donde parece que las sociedades democráticas retroceden. Creo que los periodistas son los que luchan y salvan la democracia. Su propósito de escribir este libro es muy importante».
Svetlana AleXiévich
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