Los silbidos de las máquinas de vapor todavía ejercen en mí la atracción de la sirena de Escila que obligó a Ulises a tapar los oídos de su tripulación. Los sigo oyendo con la misma nitidez que en mi infancia, cuando me negaba a … comer sin escuchar antes el pitido del correo de la una. A punto de ingresar en la vejez, aquellos trenes ya no existen. Hace mucho tiempo que dejaron de circular por unas vías hoy casi muertas. El bullicio y la vida de la estación de Miranda de Ebro en los años 60 contrastan con el silencio y la quietud que reinan ahora en sus andenes.
Cuando tenía seis o siete años, no albergaba duda de que mi futuro estaría ligado al del ferrocarril. No en vano, antes de aprender a andar, ya estaba subido en una maquina. Mi padre, mis tíos, mi abuelo y todos sus hermanos habían trabajado en la Compañía del Norte y, más tarde, en Renfe. Le oí contar a mi abuelo en muchas ocasiones los viajes en los que echaba carbón a las calderas para llevar a Alfonso XIII a San Sebastián o a Bilbao. Hay una foto en mi casa con el Duque de Zaragoza que testimonia esos recorridos reales.
También conservo vivo el recuerdo del olor de las tinajas de aceite del economato de Renfe, a unos metros de la estación, muy cerca de donde yo nací, que regentaba mi padre. Tenía unos grandes cuadernos de tapas verde donde apuntaba las mercancías.
Trabajar en el ferrocarril otorgaba el derecho de disfrutar de un kilométrico para viajar gratis. Recuerdo los viajes de mi infancia, dormido en un compartimento, mientras el traqueteo del tren mecía mis sueños. Cuando leí a Joyce evocar «la dulce canción de las herrumbrosas locomotoras», esas palabras me conmovieron.
Toda mi infancia transcurrió en La Charca, el barrio de la estación, donde había una pequeña laguna que se helaba en invierno. Los maquinistas, los fogoneros y el personal de Renfe eran avisados por un voceador que gritaba en los portales la hora de los servicios.
El bullicio y la vida de la estación de Miranda de Ebro en los años 60 contrastan con el silencio y la quietud que reinan ahora en sus andenes
Si los niños jugaban en la calle, yo correteaba por los andenes y me subía a las maquinas. Golpeaba las llantas de las ruedas con un pequeño martillo que me había regalado mi abuelo. La estación de Miranda tenía entonces 1.500 empleados con unos enormes talleres en los que se reparaban los trenes del norte.
Hace tres meses, llevé a José Luis Garci a visitar la estación. Quedo impresionado por su estética, el magnetismo de sus edificios y la filigrana de sus cubiertas de hierro fundido en unos talleres de Londres en 1870. Me dijo que le gustaría hacer una película en ese lugar que le recordaba Polonia.
La historia de España podría ser escrita por los personajes históricos como Azaña, Largo Caballero o Alcalá Zamora que hollaron sus andenes. Sin olvidar el campo de concentración cercano, diseñado por las SS nazis en 1938, en el que estuvieron confinados miles de soldados y brigadistas republicanos, a los que los maquinistas les daban pan y agua.
La estación de Miranda es el punto de partida, la salida del tren que va a recorrer en estas páginas itinerarios, enclaves y experiencias vinculadas al ferrocarril, el caballo de hierro de nuestros sueños. Nada me resulta más sugerente que imaginar el placer de un viaje en el Transiberiano o de una noche de invierno en la sala de espera de Canfranc.
La serie que iniciamos hoy en la contraportada de ABC es un viaje al pasado, a la infancia, a esos sueños vinculados a los trenes desde los que veíamos paisajes y gentes que quedaban atrás como el tiempo que huye cuando lo intentamos atrapar.