En la puerta de cristal por la que se accede al macizo edificio de la Fundación Juan March en Madrid, se ha adherido un texto que invita amablemente a entrar. La advertencia quiere romper el efecto apabullante de una arquitectura infranqueable y aparentemente ajena … a la naturaleza instructiva de la institución, muy bien demostrada a lo largo del tiempo. P. T. Barnum, el empresario que inventó museos estrambóticos y circos espectaculares, ya descubrió hará siglo y medio que hasta lo obvio es necesario publicitarlo: ‘Pasen y vean’, fue su invitación a un mundo en donde todo era posible y nada resultaba evidente. Para que nada falte, también en la March conviven estos días Sempere, Torner y Chillida con mujeres barbudas, un soldado correlón y un Vivar que no es el Cid. Lo nunca visto.
Inaugurando su temporada de música, la March ha colocado sobre el escenario de su salón de actos un espectáculo de raíz popular y apariencia transgresora. Nada serio. Nada trascendente. El riesgo se asume en colaboración con el Teatro de la Zarzuela de Madrid, y en su vida futura aparecen el Teatro Mayor de Bogotá y el Metropolitano de Medellín. Quizá estos escenarios sean más proclives a un género que, en la March, adquiere una condición inquietante, desde el mismo momento en que el espacio enmoquetado y confortable de su teatrillo empieza a convertirse en un antro de vodevil. La March convierte en objeto de culto lo popular, cuando no algo populachero, representando ‘El vizconde‘ y ‘Gato por liebre‘, zarzuelas breves y ‘cómicas’ de Francisco Asenjo Barbieri sobre textos de Francisco Camprodón y Antonio Hurtado. Es obvio que la respetabilidad de los autores justifica el embrollo, del mismo modo que presentarlo únicamente con el rectilíneo título de ‘El vizconde’, dejando al ‘Gato por liebre’ como recurso dramatúrgico, alivia cualquier sospecha de banalidad. Con ello, el Teatro Musical de Cámara, de la March, añade a su ya larga y sólida relación de títulos programados durante diez años un guiño al arte teatral español más frívolo.
La cuestión radica en cómo representar algo liviano como el teatro breve, de consumo fácil y trascendencia inmediata. La práctica teatral ya demostró hace tiempo que lo mejor es remover los bajos instintos. El comentario podría relacionarse con el travestismo de casi todos los personajes que, en un juego de identidades e innata comicidad, marcan de manera indeleble la sustancia del enredo poniendo en juego el sexo, la bizarría, la autoridad y hasta el prestigio de quien evidentemente carece de él. Pero también tiene importancia la ingeniosa posibilidad de que ambas obras se agiten en una curiosa coctelera, lo que transforma a ‘El vizconde’ en una serie televisiva vista por los protagonistas de la muy liviana ‘Gato por liebre’.
Y así, nada es lo que parece: la condesa recibe en su casa a la baronesa y las dos ven con entusiasmo el último capítulo de la telenovela ‘El vizconde’. En él, Don Alfonso de Vivar (ficticio heredero del Campeador) conmina a batirse en duelo a su cobarde hijo Don Rodrigo. Su primo, el vizconde de Vivar, ama a su prima Elena. Él será quien resuelva en duelo sustituyendo al primo. La victoria le reconoce como un héroe y le facilita el matrimonio mientras Rodrigo ingresa en la carrera eclesiástica. Acaba la transmisión televisiva y las damas reciben el engaño final de un amante que escapará con la doncella.
Alfonso Romero es el culpable de la artimaña y, a la postre y a tenor del resultado, el héroe de la jornada. El espectáculo tiene consistencia en el plano dramatúrgico con proyección en la vistosa resolución tramoyista de Carolina González Sanz, y sustancia en el estrambótico vestuario de Rosa García Andújar. Las transiciones y reubicaciones a las que ‘El vizconde’ se somete generan un continuo cambio de perspectiva que sumado al travestismo de los personajes acelera el vodevil.
La carpintería de la obra puede conocerse descargando desde la web de la March el programa de mano que incluye el libreto con los insertos marcados en tinta roja. De paso, merecen una lectura tranquila los artículos de Romero justificando su trabajo, de Enrique Mejías García descubriendo las raíces históricas del espectáculo, y de Isabelle Porto San Martín retratando la imagen sonora del Madrid de mediados del XIX.
Es ahí donde se señala que en la recuperación de estos géneros livianos es particularmente importante el efecto que producen. Los espectadores de entonces lo pasaban muy bien. Los actuales también ríen, al menos en la March. Por supuesto que lo hacen con más respeto que algarabía. Una ceremonia de exhumación siempre tiene algo de solemne por mucho que los actores/cantantes aporten momentos brillantes. Ellos son la sombra de aquellas/llos Istúriz, Salas, Caltañazor y Fernández, cuyas dotes histriónicas fueron parte esencial en la construcción de estos artilugios. En el plano musical, el espectáculo es responsabilidad del director Miquel Ortega, responsable de los arreglos instrumentales que él mismo dirige desde el piano a un quinteto de cuerda de inevitable aire decadentista.
El éxito que en su época tuvieron obras como ‘El vizconde’ (y su agazapado ‘Gato por liebre’) permitió la continuidad del género y el desarrollo hacia otros formatos. Pero algo había de imperecedero en estas obras. La buena acogida que ahora tienen así lo demuestra. Y todo ello a pesar de que no es nada fácil rescatar un pasado tan finamente asociado a la diversión de una sociedad que hoy en día es impensable. Si la entelequia se ha hecho posible es porque se ha trabajado con inteligencia y sustanciando con solidez las bromas, los equívocos y la falsedad del invento. Para que quiera pueda comprobarlo, la March abre sus puertas.