Hay un instante en la vida profesional que resulta tan desconcertante como paradójico: cuando todo empieza a funcionar. Un ascenso inesperado, un proyecto convertido en referente o unas cifras que superan las previsiones. Lo lógico sería celebrarlo, afianzar el avance y seguir abriendo puertas. Sin embargo, para muchas mujeres ese “demasiado bien” activa una alarma silenciosa. Entonces surgen dudas, tropiezos innecesarios, discusiones sin motivo o aplazamientos estratégicos que retrasan lo inevitable. Es lo que el psicólogo Gay Hendricks bautizó como el síndrome del límite máximo: una barrera psicológica interna que aparece al alcanzar un nivel de éxito más allá de lo que inconscientemente creemos que merecemos.
Según Hendricks, las personas operamos con un “termostato interno” que regula cuánta felicidad, logros o plenitud somos capaces de tolerar. Cuando sobrepasamos ese umbral, aparecen el miedo y los autosabotajes que nos devuelven a la zona de confort. No es casualidad: la mente humana tiende a buscar el equilibrio, incluso a costa de frenar el crecimiento.
El éxito como amenaza
Aunque no se trata de un diagnóstico clínico, el fenómeno conecta con lo que la ciencia denomina adaptación hedónica: la tendencia a volver a un nivel de bienestar estable tras un cambio positivo o negativo. Lo que hoy nos llena de euforia, mañana se convierte en costumbre. Esa vuelta al “punto base” explica por qué ganar más dinero, mudarse a una casa más grande o alcanzar un puesto más alto no siempre garantiza mayor satisfacción. En el caso del límite máximo, este retorno es incluso menos pasivo: somos nosotras quienes, de manera inconsciente, nos boicoteamos para retroceder.
La explicación es más compleja de lo que parece. El éxito no solo trae recompensas, también amenaza el statu quo. A mayor visibilidad, mayor escrutinio. A más responsabilidad, más posibilidad de fallar. A mejores resultados, más expectativas que cumplir. La neurociencia describe estos dilemas como conflictos de aproximación-evitación: avanzamos porque queremos, pero retrocedemos porque tememos. Esa tensión se traduce en pequeñas conductas de bloqueo: procrastinar una entrega clave, minimizar un logro o buscar excusas para no dar el siguiente paso. La paradoja es que cuanto más crecemos, más intenso puede ser el impulso de frenar.
El patrón tiene parentesco con mecanismos ya estudiados: el síndrome del impostor, que lleva a atribuir los méritos a la suerte o al error ajeno; el autosabotaje (autohandicap), que consiste en crear obstáculos para justificar un posible fracaso; o el perfeccionismo rígido, que convierte cualquier triunfo en insuficiente. Lo inquietante es que, en lugar de aparecer en la dificultad, todos ellos emergen en los momentos de mayor prosperidad.
Un techo invisible en clave femenina
En entornos laborales todavía marcados por la desigualdad de género, este techo interno encuentra terreno fértil. Numerosos estudios sobre el síndrome del impostor confirman su mayor prevalencia entre mujeres en contextos competitivos, y su asociación con mayor estrés, ansiedad y desgaste emocional. La presión de demostrar valía constante, la falta de referentes visibles y los sesgos culturales alimentan un ‘ruido de fondo’ que convierte los logros en sospechosos. Así, lo que debería generar confianza acaba activando la duda.