¿La gente no cambia?
“Es que la gente no cambia”. Cuántas veces lo hemos dicho, cuántas veces nos lo han dicho. En una cena de amigas, en mitad de una ruptura dolorosa, tras ver a alguien reincidir en el mismo error. Pocas frases tienen tanta fuerza y, a la vez, tanta ligereza: la usamos como sentencia definitiva, como un punto y final que nos exime de esperar nada más del otro. Pero ¿qué hay de cierto en esta afirmación? ¿Es un reflejo de sabiduría popular o, más bien, un mecanismo de defensa que repetimos sin darnos cuenta?
Lo fascinante es que la psicología y la biología llevan décadas dándole vueltas a esta misma cuestión. Y la respuesta, como suele ocurrir, no es tan simple. El cerebro humano mantiene una base relativamente estable, pero la ciencia ha demostrado que las personas sí pueden cambiar, aunque no de la manera radical o inmediata que solemos imaginar.
De dónde viene esa idea tan manida
La frase tiene un aire de fatalismo, casi de refrán castellano. Como si estuviera inscrita en la cultura y en piedra. De hecho, la psicóloga Carol Dweck, profesora en Stanford, explicaba en Mindset (2006) que una gran parte de nuestra forma de pensar se divide entre mentalidad fija (lo que soy es lo que soy, sin remedio) y mentalidad de crecimiento (puedo aprender, evolucionar y reinventarme).
En España, lo escuchamos en terapia, en artículos de autoayuda o en boca de nuestra madre: “no esperes que cambie”. Es casi un consejo preventivo. Pero también encierra algo de trampa: si no dejamos margen para que el otro evolucione, ¿no le estamos quitando agencia? ¿No estamos, en cierto modo, condenando a los demás —y a nosotros mismos— a repetir siempre lo mismo?
La psicobiología responde: somos plásticos, aunque con límites
La gran revolución en este debate llegó con la neurociencia de finales del siglo XX. Durante décadas se creyó que el cerebro adulto era rígido, pero estudios de Michael Merzenich y del español Álvaro Pascual-Leone demostraron la neuroplasticidad: la capacidad del cerebro de crear nuevas conexiones neuronales durante toda la vida.
“La gente cambia cuando quiere y cuando le duele lo suficiente seguir igual”
Silvia Congost, psicóloga
Esto significa que, en términos biológicos, el cambio no solo es posible, sino inevitable. El aprendizaje, la terapia, los nuevos hábitos y las experiencias vitales dejan huella física en nuestras redes neuronales. El neurocientífico Richard Davidson lo demostró con prácticas como la meditación: quienes entrenaban la atención plena durante meses presentaban cambios medibles en áreas del cerebro relacionadas con la regulación emocional. Y esto se traduce en algo esperanzador: una persona puede dejar de reaccionar con ira, aprender a gestionar la ansiedad o desarrollar empatía, si hay constancia y condiciones adecuadas.
El debate de la personalidad: ¿cambia o se maquilla?
Aquí está la parte espinosa. Porque no hablamos solo de conductas o hábitos, sino de lo que entendemos como “ser”. Según el meta-análisis de Roberts y Mroczek, la personalidad adulta sí presenta cambios, aunque suelen ser graduales y ligados a la edad. En general, las personas se vuelven más responsables y amables con los años, y menos neuróticas.
Pero el cine y la cultura popular nos han enseñado a esperar giros de 180 grados, redenciones instantáneas. El chico malo que, de repente, se convierte en padre entregado. La amiga envidiosa que, tras una disculpa, nunca más vuelve a herirnos. Eso es lo que casi nunca ocurre. Como dice Silvia Congost, psicóloga experta en dependencia emocional, “la gente cambia cuando quiere y cuando le duele lo suficiente seguir igual. Y aún así, no es un clic mágico: es un proceso largo, incómodo y lleno de recaídas”.
La fuerza de los grandes golpes vitales
Los cambios más radicales suelen llegar con experiencias extremas: un divorcio, un duelo, un diagnóstico médico, la paternidad, una pandemia. El psicólogo Dan McAdams, de Northwestern University, estudia cómo los seres humanos construimos nuestra identidad a través de narrativas. Y su hallazgo es revelador: tras eventos disruptivos, muchas personas reescriben el sentido de su vida, y eso se traduce en nuevas conductas y prioridades.
¿Ejemplos? El actor Robert Downey Jr., que pasó de ser símbolo de autodestrucción en los 90 a icono de reinvención en Hollywood. Demi Lovato, que ha hecho de sus recaídas y sus procesos de recuperación un relato público de cambio. O incluso figuras políticas que, tras una derrota o un escándalo, han regresado con un discurso completamente distinto.