No existe una idea única de privacidad. Para algunos, implica que el secreto médico-paciente garantice que la información clínica nunca salga de la consulta; otros aceptan compartirla si con ello se contribuye al avance de la investigación científica. Hay quienes rechazan que las cámaras de seguridad urbanas conviertan cada desplazamiento en una secuencia digna de Enemigo público y, sin embargo, entregan sin reparos –vete tú a saber a qué tipo de empresa– la biometría de su rostro a cambio de un filtro ‘chulo’ en redes sociales. Esto se debe a que, según acaba de confirmar un nuevo estudio del Massachusetts Institute of Technology (MIT), los límites de lo que estamos dispuestos a ceder varían según el contexto, la utilidad percibida y el grado de confianza.
El experimento, publicado en Nature: Humanities and Social Sciences Communications, demostró que la privacidad no es un valor absoluto, sino un terreno en constante negociación. “Dependiendo de la aplicación, las personas pueden sentir que el uso de sus datos es más o menos invasivo”, explica Fabio Duarte, investigador principal del Senseable City Lab del MIT y coautor del artículo que describe los resultados. Para llegar a esta conclusión, los científicos diseñaron un juego de cartas con fichas de tipo póquer llamado Data Slots, en el que participaron más de 2.000 personas de casi un centenar de países. La dinámica era sencilla: cada jugador recibía cartas que representaban 12 tipos de datos –desde personales o médicos hasta la ubicación de un vehículo o el consumo energético en el hogar–, vinculados a tres escenarios posibles: la vida doméstica, el trabajo y los espacios públicos. Con ellas debían tomar decisiones: conservarlas, intercambiarlas o proponer usos concretos. Después, el resto de participantes evaluaba dichas acciones e invertía fichas en las que consideraba más valiosas o convincentes.
El objetivo no era ganar la partida, sino observar cómo las personas atribuían valor a la información personal según el contexto. A diferencia de una encuesta tradicional, donde las respuestas están limitadas a opciones prediseñadas, aquí eran los propios participantes quienes generaban ideas y negociaban las ganancias frente a los riesgos de compartir datos. “La intención es dejar que las personas presenten sus propias propuestas y evalúen tanto los beneficios como las preocupaciones de privacidad de manera participativa”, explica Carlo Ratti, coautor del estudio y director del Senseable City Lab del MIT.
Los datos más protegidos
El juego reveló, por ejemplo, que los datos más protegidos son los relativos a la movilidad personal: los participantes se negaron a cederlos en el 43% de los casos. En segundo lugar, se situaron los datos de salud y los relacionados con el uso de servicios públicos. En el otro extremo, la información sobre la salud de las mascotas apenas despertó resistencia: solo un 10% de los jugadores se aferró a ella.
Lo más revelador de la investigación fue comprobar que, cuando existía un beneficio claro y tangible, la rigidez en torno a la privacidad se volvía más flexible. En el caso de los datos médicos, por ejemplo, muchos participantes aceptaban combinarlos con información ambiental si eso servía para mejorar el entorno laboral. Algo que en un primer momento podía generar rechazo terminaba percibiéndose de forma positiva cuando se traducía en una mejora colectiva.