“Con la escalada en su guerra irregular por tierra, mar y aire, las acciones ‘por debajo del umbral’ [de guerra] de Rusia podrían desafiar la doctrina de defensa colectiva de la OTAN más pronto que tarde”.
El 2 de enero, el analista del think tank británico RUSI (Royal United Services Institute), Edward Arnold, comenzaba con ese párrafo su informe ¿Cómo podría el Kremlin poner a prueba la defensa colectiva? El 29 de agosto, el mismo experto escribió que “desde que aquel artículo fue publicado, el Kremlin ha ganado en audacia”.
Ayer, en un email a EL MUNDO, Arnold explicaba que, con el lanzamiento de los drones sobre Polonia, “Putin quiere demostrar fortaleza y, probablemente, poner a prueba la determinación de la OTAN”. Los aviones sin piloto -que, según Arnold, fueron 19, de los que cuatro fueron abatidos- no son más que un paso más en la escalada de Rusia en su enfrentamiento con Europa Occidental.
Es un enfrentamiento que parece destinado a continuar, porque es la manera en la que Vladimir Putin lleva expandiendo sus fronteras desde que en 2008 lanzó la invasión del norte de Georgia: una constante guerra irregular, combinando acciones directas con sabotajes de todo tipo e interferencia en los asuntos internos de los países destinado a crear división. Las señales son contradictorias, lo que aumenta la confusión del adversario y exacerba sus divisiones.
La acción de ayer encaja perfectamente en esa estrategia porque, como explica Arnold, “la escalada está entremezclada con las discusiones entre los rusos y Estados Unidos sobre un posible alto al fuego y paz en Ucrania”. En medio de eso, Rusia ha lanzado la que puede ser considerada su mayor agresión contra un país ajeno a su esfera de influencia desde que en 1947 bloqueó Berlín.
La mayor parte de los líderes europeos de la OTAN (aunque no así los estadounidenses, en especial desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca) han declarado que Rusia estará en condiciones de poner a prueba el Artículo 5 de la Alianza Atlántica, que establece que la agresión contra un Estado miembro será considerada un ataque contra todos, en un periodo de entre tres y cinco años. Eso significa 2028 como pronto.
Pero poner a prueba la voluntad política de la OTAN no tiene por qué ser una invasión en toda regla, al estilo de la que Ucrania lleva sufriendo desde 2014. Además, es muy difícil imaginar a Rusia librando una guerra convencional contra un país de la OTAN después del desastre sin paliativos de sus Fuerzas Armadas en Ucrania. Tres años y medio después de invadir el país en lo que esperaba que fuera una guerra que durara, como mucho, diez días, las fuerzas rusas apenas han avanzado 70 kilómetros dentro de Ucrania. Es como si tras 43 meses de invasión, Francia estuviera sólo a las puertas de Girona.
Visto ese fracaso, Putin podría optar por una operación como la primera invasión de Ucrania, hace 12 años, cuando los “hombrecillos verdes” -como se refirió a ellos el propio ministro de Exteriores ruso, Sergei Lavrov-, que no llevaban insignias ni uniformes, conquistaron Crimea con la ayuda de bandas de moteros, mientras que los presuntos mineros de Donetsk y Lugansk se ponían a manejar con pericia profesional tanques, artillería y misiles antiaéreos. Evidentemente, eso es más difícil de llevar en un país de la OTAN. Pero, en cualquier caso, la capacidad del Kremlin para explotar las divisiones internas de los países está bien probada.
O puede ser un incidente aislado. Que 19 drones hayan entrado en el espacio aéreo de Polonia y sólo cuatro hayan sido abatidos es una señal de la vulnerabilidad de los sistemas de defensa ante tecnologías baratas y que puede ser usadas en masa. El mejor ejemplo de ello es la reciente guerra entre Irán e Israel. El Estado hebreo tiene la mejor defensa antimisiles del mundo, y contaba además con baterías antimisiles Patriot y THAAD manejadas por soldados estadounidenses, con cazabombarderos de Estados Unidos sobrevolando la región en busca de misiles y con cinco destructores de ese país -varios de ellos basados en Rota- tirando abajo los misiles de la República Islámica. Aun así, el 14% de los proyectiles iraníes traspasaron todas esas barreras e impactaron en Israel, según la consultora especializada en Defensa Forecast International. Es más: los misiles de Irán fueron ganando en precisión a medida que el conflicto se prolongaba, y una de las razones por las que, según fuentes estadounidenses, la guerra concluyó fue porque Israel estaba quedándose sin munición para sus sistemas defensivos Cúpula de Hierro y Honda de David.
La diferencia tecnológica entre la alianza Israel-Estados Unidos, y la de Irán -que cuenta con un apoyo moderado pero no entusiasta de China– es mucho mayor que la que hay entre la OTAN y Rusia. Eso no se debe a que Moscú cuente con la herencia de la URSS que, aunque hoy no sirva de mucho, sí le ha legado una tradición de ingeniería y una enorme arsenal, sino a que Rusia hoy es casi un delegado de la otra gran superpotencia: China. Así lo declaró en julio, en el Foro de Seguridad del think tank estadounidense Aspen Institute, la ministra de Exteriores de Letonia, Baiba Brae, cuando dijo, refiriéndose a la guerra de Ucrania, que “Rusia habría perdido sin la ayuda que le da China”. Pekín va muy por delante de Europa -y a la par de Estados Unidos- en inteligencia artificial, satélites, misiles, aviones de combate y, en general, en todo lo que sirve para hacer la guerra. Así pues, todo dependería de cuánto y cómo Pekín quisiera ayudar a Moscú.
Y todo ello, además, pasa por la voluntad política. Aunque la especulación sobre un posible conflicto entre Rusia y Occidente se centra siempre en Finlandia, los países bálticos y Polonia, hay muchos más frentes. No es por casualidad que el portaaviones nuclear más moderno de la flota de Estados Unidos, el Gerald Ford, se pasara del 23 de agosto al 8 de septiembre en el Océano Glacial Ártico, al frente de una flotilla de la OTAN, junto al archipiélago de Svalbard.
Salvo algún freak al que le guste irse de vacaciones a ver ballenas y osos polares, nadie ha oído hablar nunca de Svalbard, un archipiélago tan grande como Aragón y Extremadura juntas pero con sólo 2.800 habitantes, situado a la misma distancia del Polo Norte geográfico que la que separa, en línea recta, Cádiz de Barcelona. Poner un portaaviones ultramoderno allí no parece tener mucho sentido, pero Svalbard es un sitio muy especial. Hasta 1920 no perteneció a nadie. Desde entonces es noruego, a condición de que se mantenga desmilitarizado y de que Rusia pueda explotar sus riquezas naturales. En 2024, una misión rusa se presentó con una delegación china para explorar la peculiarísima idea de construir un parque temático allí, en el Polo, aprovechando las instalaciones de la mina de Pyramiden, que fue de su propiedad hasta que en 1998 tuvo que ser abandonada por una razón de peso en la región: se le estropeó la calefacción.
“Svalbard es tan noruega como Oslo”, declaró en julio el primer ministro noruego, Jonas Gahr Støre, al Financial Times. Pero resulta difícil imaginar a los ciudadanos europeos defendiendo con entusiasmo un sitio que pocos saben que existe. Más aún si se tiene en cuenta una encuesta de Gallup, realizada el año pasado, que mostraba que sólo el 14% de la población italiana estaba dispuesta a tomar las armas para defender su propio país. Incluso entre los supuestos halcones de Europa, la voluntad de morir por la patria es bastante escasa. En Polonia, menos de la mitad de los encuestados tenían una disposición favorable a defender el país.
Eso pone sobre la mesa la fragilidad de la defensa de los socios europeos y de Canadá. En un momento en el que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha declarado que el Artículo 5, “puede ser interpretado de varias formas”, y que ha reaccionado al bombardeo de una planta de una empresa estadounidense especializada en fabricar cafeteras, Flex, diciendo que “no estoy contento”, pero que “Putin ha sido muy respetuoso conmigo”, los planes del pilar europeo de la OTAN de alcanzar la autonomía estratégica pueden llegar demasiado tarde.
Los europeos sólo pueden culparse a sí mismos por su actitud pacifista. En 2014, el 35% de las armas de los países europeos de la OTAN eran estadounidenses. En 2023, eran el 55%, según los datos del Instituto para la Investigación de la Paz de Estocolmo (SIPRI). No es que Donald Trump amenace con retirarse de la OTAN o hacerla inservible. Es que los europeos hicieron eso durante la primera presidencia de Trump y la de Biden.
Además, construir un sistema defensivo cuesta años, como revela el hecho de que nadie espera que la pata europea de la OTAN esté en condiciones de ser equiparable a la estadounidense -si no en proyección global, sí en la más modesta tarea de Defensa del continente- hasta dentro de una década, o sea, entre cinco y siete años después de que, según los propios europeos, Moscú sea capaz de desafiarles.
Ahí juega un papel clave, la capacidad industrial. Rusia está en quiebra técnica. Sus estadísticas macroeconómicas son escalofriantes. Con un crecimiento del PIB del 1,4%, una inflación del 8,8% (el doble del objetivo) y unos tipos de interés del 18%, Rusia parece estar necesitada de paz, estabilidad, y crecimiento económico. El segundo mayor banco del país, SVB, podría necesitar un rescate de un Estado que ha tenido que recortar el gasto social en un 16% para poder aumentar el destinado a actividades de Defensa hasta el 30% o, según el think tank británico Chatham House, el 63%, lo que significa niveles propios del Reino Unido en la Segunda Guerra Mundial.
Pero Rusia, con un 5% del PIB de la OTAN, fabrica en tres meses más armas que los 32 socios de la Alianza Atlántica. Y esto se aplica tanto a Europa como a Estados Unidos. La lista de espera de tres de los misiles estadounidenses más demandados -los aire-aire AMRAAM, los antitanque Javelin, y los antiaéreos y antimisil Patriot- es de, respectivamente, cinco, siete y diez años, tal y como explicó el secretario general para Operaciones de la OTAN, Michael Gofus, en marzo.
No es sólo que no haya armas. Es que a menudo no ha habido voluntad política, no ya para armarse, sino para coordinarse. Un caso escandaloso fue el revelado por Gofus, cuando explicó que durante la primera invasión rusa de Ucrania, en 2014, los países de la Alianza no compartían inteligencia. “Un embajador [en la OTAN] miraba a las fotos [de los satélites] y decía: ‘¿Veis, los rusos están en Crimea?’, y otro decía: ‘No me lo parece’. El resultado es que no hicimos nada porque no sabíamos qué estaba pasando“. En la invasión de 2022, sin embargo, “las cosas no pudieron ser diferentes, porque la información se compartió”. El problema es que sólo había un país que tenía información y que la compartía: Estados Unidos.