La Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible están de aniversario. Las 17 metas cinceladas por Naciones Unidas, que adquirieron de inmediato un carácter universal, cumplen este 25 de septiembre diez años. Con su hoja de ruta global intacta, aborda los grandes desafíos del planeta, resumidos en la erradicación de la pobreza y el hambre, la preservación de la salud y el bienestar, la consecución de la igualdad de género y la promoción de la neutralidad energética bajo el loable propósito de involucrar en su ideario a gobiernos, empresas y sociedades civiles.
Los ODS, pues, se están haciendo mayores. Aunque la celebración de tal efeméride deja un sabor agridulce. Después de un decenio desde su acta fundacional, el balance refleja casi tantas sombras como luces. Desde luego, ha habido avances significativos en todos y cada uno de sus 17 parámetros. Evolucionan inmersos, entre otros temas, en un combate climático para el que la comunidad científica reclama más ambición y avances más decididos, pero persiste una brecha de financiación en un contexto de fragilidad geopolítica.
Sin duda, una aportación fundamental a esta causa universal son las inversiones con propósito, que deberían abandonar definitivamente su idílica concepción -no siempre cierta ni acertada- de alternativa filantrópica o de nicho, para convertirse en una opción estratégica sólida, rentable y transformadora, además de capaz de acaparar capital privado en las carteras de gestión patrimonial. Apostar por esta fórmula financiera diez años después de la puesta en escena de la Agenda 2030 y, sobre todo, a un lustro de su meta final, no es solo lo correcto, sino lo más inteligente. Porque el tiempo apremia.
La inversión con propósito busca participar en empresas e iniciativas que generan un impacto positivo en el mundo, trasladando información transparente y fidedigna a grupos de interés y accionistas sobre su grado de corresponsabilidad productiva y estratégica con la Agenda 2030. De ahí que sus carteras adopten criterios ambientales, sociales y de buen gobierno corporativo (ASG). O, dicho de otra manera, es la inversión que trata de combinar rentabilidad con criterios medioambientales, sociales y de buen gobierno y que surge ya a mediados del siglo pasado con la creación en Suecia del Ansvar Aktiefond, con amplias exigencias morales y códigos de buena praxis, y que se asentó en 1971 con su versión estadounidense del Pax World Fund, que excluía expresamente a firmas vinculadas económicamente con la Guerra del Vietnam.
Sin embargo, en la actualidad, su ADN, el que busca en los parqués bursátiles compañías con negocios sostenibles e impactos sociales, evidencia síntomas de tensión alterada. Por un lado, goza de una encomiable salud para generar rendimientos y capear riesgos a largo plazo. Pero, por otro, desvela una dolencia de cierta gravedad: un déficit de finanzas verdes, aquellas que nutren de créditos sostenibles al entramado empresarial para poner en marcha sus proyectos con sello ASG. Es decir, no hay suficientes créditos verdes para impulsar iniciativas privadas que cumplan con los estándares ambientales y sociales.
Las líneas de financiación en curso con sello ODS solo cubren la sexta parte de las necesidades del sector privado previstas para el final del road map definido por Naciones Unidas. Es decir, no se está invirtiendo lo que exige la reconversión industrial sostenible, a pesar de los beneficios que subyacen con las inversiones con propósito. Es por ello que el sector bancario al completo -como admite JP Morgan Chase-, y el financiero-asegurador -como vehículo de inversión colectiva capaz de sortear incertidumbres socio económicas o geopolíticas- debemos corregir esta anomalía.
Para ello, debemos cambiar ese status quo de inmovilismo que ha vuelto a contagiar nuestro planeta enfatizando que, por ejemplo y según señala la firma de inversión Jefferies, las carteras que apuestan por valores ASG ofrecieron en 2024 rentabilidades un 13,5% mayores que las diseñadas con otros activos, y que podrían aumentar hasta el 21,1% este trienio. Del mismo modo que convendría romper con una extraña paradoja: la que asegura, en primer término, que los valores ASG certificaron en 2024 un ejercicio sublime, con activos valorados en 29,86 billones de dólares -el PIB estadounidense-, pero que admite, en un segundo análisis, que los capitales destinados por las 377 empresas de mayor capitalización bursátil a iniciativas sostenibles e inclusivas apenas alcanzaron los 683.000 millones entre 2019 y 2023.
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