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Cuando, en 1961, el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, visitó oficialmente el Reino Unido con su esposa, Jacqueline, un diario de Londres la llamó “la reina de América” e incluso el Evening Standard escribió con entusiasmo que ella había dado a los norteamericanos lo que siempre les había fallado: majestad. Sesenta y cuatro años después, otro presidente, Donald Trump, lo ha hecho acompañado por su esposa, Melania, pero nadie le ha alabado como el último monarca. Aun así, el primer ministro, Keir Starmer, se ha esforzado en adularlo, con la complicidad de la familia real británica, que le ha abierto las puertas del castillo de Windsor, adonde entró en un carruaje no menos real para asistir a unos fastos militares, con música y desfiles, sabedores de lo que a Trump le gusta esta parafernalia. Y aun así, ni las lisonjas ni las ceremonias han permitido mejorar los aranceles al acero o a los automóviles como esperaban. Es posible que por un momento Trump se sintiera la Cenicienta, pero se comportó como la madrastra.
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