Creo que fue iluminación del poeta Gonzalo Rojas aquello de «malos tiempos vendrán en que habremos de enseñarles a las nuevas generaciones qué fue el whisky, el invierno, Claudia Cardinale». He aquí la celebración de una criatura de apabullante hechizo, Claudia Cardinale, que nos … ha dejado para no dejarnos ya nunca más. Prestigia y aúpa el triunvirato de hermosísimas del último gran cine italiano, con Sofía Loren y Gina Lollobrigida. Diríamos hoy, que estamos, con las tres a la vista, ante Claudia y sus hermanas, tirando alegremente del título histórico de Woody Allen, Hannah y sus hermanas.
Claudia fue un susto de morenía, y su lámina de esplendor se concretó máxima allá por los sesenta y los setenta, cuando Europa era todavía una fiesta de miradas y de acentos cruzados. Qué pareja, coño, qué desmedida pareja inolvidable compuso con Alain Delon en ‘El gatopardo’, aquella delicia de Visconti, donde se ata el abolengo aristocrático y la belleza otoñal. Ahí, en medio de salones barrocos y horizontes sicilianos, Claudia se resolvió en mito. Visconti la hizo símbolo de un tiempo que moría, y Fellini la soñó entre máscaras de carnaval. Frente a ella, Sofía Loren animó el nervio volcánico de Nápoles: opulenta, maternal, casi telúrica. Loren era la Italia profunda, el cuerpo como territorio fértil, la mirada como canto y herida. Gina Lollobrigida, en cambio, se alzó como la escultura viva de un Renacimiento tardío. Su estampa en ‘Pan, amor y fantasía’, la convirtió en ‘la bersagliera’, la chavala indómita que encarnaba al pueblo con desabrochado orgullo. Gina era estatua y comedia, un desafío en mármol sensible contra el duro canon masculino. Cuando Hollywood la llamó, llevó consigo la insolencia mediterránea, ese lazo de desafío y gracia que Italia exportaba y ha exportado siempre. Claudia, sin embargo, habitaba otros firmamentos. No tenía la exuberancia volcánica de Loren ni la rotundidad escultórica de Lollobrigida. Su hermosura se emboscaba de misterio, incluyendo una voz grave, de metal nocturno. En ‘Ocho y medio’ fue musa y fue espectro en medio del carnaval de la modernidad de Fellini. En ‘Érase una vez en el Oeste’, de Sergio Leone, se avaló de diosa fundacional del western crepuscular, de mujer que carga con la esperanza y la tragedia del continente americano.
Cardinale, obviamente, no era sólo Italia: era un dulce veneno mediterráneo que vive abierto al mundo, una órbita que incluye Túnez, Roma y Hollywood. Por eso su imagen no caduca. Loren y Lollobrigida fueron gigantas deslumbradoras de una Italia que amaba mirarse al espejo, pero también hijas de un tiempo que hoy se contempla como fotografía de archivo. Cardinale, en cambio, parece no pertenecer del todo al pasado. Todavía hoy la percibimos activa, viajera, comprometida, como si su belleza hubiera encontrado una manera de volverse ética. Quizás porque siempre hubo en ella un aire de convicción pasajera, de extranjería íntima. Quizás porque nunca fue del todo de un lugar, sino de todos. La conocí una mañana, en la tele, y llevaba un traje blanco de musa de sí misma y un abanico inútil. Gastaba la simpatía apacible de una extranjera del mundo. Pero era la misma tunecina de una Italia que por ella adoramos, la misma «que caminaba en la belleza», la misma que hasta ayer mismo iba con atareamiento por el mundo, con gafas de arqueóloga y el ánimo dispuesto a echar un cable, o varios, a las causas de los desfavorecidos. Como si no fuera eterna.