No es una comedia oscura, pero sí triste y desalentadora. Desde barrios populares de Medellín, la penosa situación corriente de un letrado académico que se ve obligado a dictar materias que desprecian los escolares. Humillado y rechazado por su propia familia, un poeta inactivo llamado Óscar Restrepo —pero bien podría ser Simón— cae en la ociosidad y el alcoholismo hasta descubrir el ánimo melancólico de una alumna pobre e intentar promover su talento en un festival local.
Un poeta, película dirigida y coescrita por el cineasta antioqueño Simón Mesa Soto. Filmada en el desusado Súper 16 mm, fue aplaudida la semana pasada en el estreno de medio centenar de salas del territorio nacional. Coproducción colombiana, beneficiaria del FDC (Fondo para el Desarrollo Cinematográfico), siendo Suecia y Alemania sus productores delegados. Cuatro meses atrás… el Grand Prix del jurado ‘Una cierta mirada’, en la sección oficial no competitiva más importante del Festival de Cannes.
En la estética barata y poco usual de lo real, este bardo paisa no se deja tentar por planteamientos complacientes y cruza senderos del que sabe cómo… ‘no morir en el intento’. Un cine netamente social, fresco y juvenil, localizado en una casa de familia de barrio habitada por ‘cucha’ —la mamá— y ‘mami’ —abuelita—. Es así como Restrepo, un bicho raro que se hace querer, maneja rabioso el carro sacado sin permiso de la cucha; se desenvuelve a su manera, entre la escuela pública barrial y las mesas redondas, o tertulias y coloquios del festival local de poesía. Otros aciertos: el tránsito de lo escolar y callejero a lo académico, el evitar calles peligrosas y sitios de rumba, la narrativa lineal y su bien armada e insólita estructura en cuatro secciones.
Primera parte (El fracaso): decadencia del deshecho personaje sumido en un estado de postración, puesto que ha perdido de vista sus reconocimientos y publicaciones anteriores. La segunda (Magnus Opus) trastea ciertas incapacidades productivas hacia la guía o preparación de su pupila quinceañera. La tercera (El arte nos salva) reivindica el éxito efímero y de cómo la profesión artística y el medio pueden empantanarse por circunstancias ajenas al desempeño de sus miembros. La cuarta (Un poema dulce) sirve de catarsis para exorcizar los malos pasos creativos y probar otras formas de reflejar tan rotunda vocación. Porque… “soy artista, no desempleado”.
Esta rama del cine urbano, que traduce las motivaciones aún efectistas de imaginar realidades marginadas e invisibles, ronda la desesperanza sin ahondar en las pérdidas de inocencia.
Brotan aquellas lecciones humanas desbordadas por el maestro documentalista Víctor Gaviria, relator, asimismo, del ‘no futuro’ de protagonistas ya no tan jóvenes. Gracias a sus métodos de representación, que han hecho escuela y dejado huellas como ejercicios de cine, podemos apreciar cabalmente las sensibilidades atribuidas a un poeta social que capta inquietudes o cotidianidades en imágenes dotadas de tiernas e incuestionables verdades.
Amparo (Simón Mesa, Colombia, 2021). Seleccionada por la importante Semaine de la Critique, en Cannes. Madre soltera busca impedir que su hijo, de 18 años, pague el servicio militar en un epicentro del conflicto armado —Caquetá, años 90—. Sandra Melissa Torres, actriz natural declarada entonces ‘estrella naciente’, sostiene la fuerza emocional y el coraje de quien se propone impedir tal resolución institucional y deberá “negociar”, incluso su dignidad, para tramitar ese pago más allá de sus posibilidades económicas. Drama factible de una mujer humilde, acosada por elementos inescrupulosos y al borde de la desesperación —recuerda la película Chocó, por Jhonny Hendrix Hinestroza, en 2012—.
Miradas a Medellín, en la muestra de finales del 2021, además de la ópera prima comentada de Mesa Soto, cinco docudramas realistas de antioqueños saltaron al largometraje en final de pandemia: Óscar Molina (La casa de mamá Icha), Marta Hincapié Uribe (Las razones del lobo), Mercedes Gaviria Jaramillo (Como el cielo después de llover), Jorge Andrés Botero (Después de Norma) y Raúl Soto (La segunda muerte de Alejandrino). Recuerdo también La ciudad de las fieras, de Henry Rincón: tránsito dolorido de un rapero que sobrevive en una comuna violenta, sin futuro, y se refugia en el corregimiento de Santa Elena con adultos mayores dedicados al cultivo de flores ornamentales.
Tres lunas nuevas (Rodrigo Dimaté, Colombia, 2025). Tres barrios bogotanos de estrato social dos, localizados presumiblemente en los cerros orientales de Usaquén, en Soacha y/o Engativá. Tres secciones similares con retratos de muchachos ídem víctimas del ‘no futuro’ y atraídos por vagar, huir de casa e ir a la calle. El panorama en cada caso es desolador: basuco e informalidad, droga fácil y violencia incontenible. Entre ventas ambulantes y basuras, tres historias no muy bien contadas y bastante desenfocadas sobre parajes deprimidos que guardan en común la pobreza alarmante, las familias rotas y una descomposición oscura igualmente peligrosa.
Evidente una cierta escuela de actores naturales, quizás varios de ellos representan sus propios papeles. Incómodo y hasta ofensivo el trato recurrente de ‘pirobos y gonorreas’, pero también los hay gonorreítas de cariño. Esta rama del cine urbano, que traduce las motivaciones aún efectistas de imaginar realidades marginadas e invisibles, ronda la desesperanza sin ahondar en las pérdidas de inocencia. Son ‘lunas nuevas’ que llevan a pensar en Los 400 golpes, de Truffaut, por cuanto travesuras y castigos empiezan por romper ataduras y terminan en búsqueda obsesiva de más libertades.
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