24/09/2025
Actualizado a las 19:50h.
Ha tenido que ser el Rey, una figura política que no se presenta a las elecciones, quien lleve a la ONU el sentido mayoritario de la opinión pública española. Y resulta inevitable pensar, aunque la conclusión pueda resultar paradójica, que una cosa es consecuencia … de la otra: es la posición neutral de la Corona el factor que permite una evaluación objetiva de los hechos y las circunstancias, sin hipérboles ni interferencias tendenciosas, sin necesidad de dibujar un cuadro de situación a conveniencia propia ni de acudir a términos que rompan el consenso de las principales naciones de Europa. Con serenidad, contundencia, rigor, responsabilidad y entendimiento del delicado contexto de esta inquietante coyuntura histórica.
La condena a Hamás y su salvaje ataque desencadenante de la invasión de Gaza es condición básica para sostener la autoridad moral a la hora de reprochar al Gobierno de Israel la brutalidad indiscriminada de una respuesta que excede no ya las proporciones del derecho a la represalia, sino los límites morales de la conciencia humana. Quién no suscribiría, incluso desde la proximidad más empática al Estado hebreo y a su causa, esa frase de que «nos cuesta comprender» la cruel sinrazón de la matanza. Masacre, dijo el monarca, midiendo las palabras con cuidado de no incurrir en una prescindible incorrección jurídica y diplomática. Y distinguiendo entre el Ejecutivo de Netanyahu y un pueblo con profundas raíces en el pasado de España.
Se dirá que esa intervención requiere refrendo de la Moncloa y por tanto expresa también el criterio gubernativo. Es cierto, como también lo es que Felipe VI introdujo respecto al discurso previo de Sánchez matices mucho más propicios para establecer un acuerdo social en torno al drama palestino. Y esa evidencia conduce a la deducción de que el presidente utiliza el conflicto con un sesgo político que por muy legítimo que sea se basa en un cálculo táctico divisivo, cifrado simbólicamente en el vocablo ‘genocidio’, que al margen de su mayor o menor impropiedad específica posee connotaciones hirientes y malditas para los judíos, cuando no fronterizas con el antisemitismo.
La cuestión es tan sencilla como la diferencia entre unir o desunir, entre la voluntad integradora y el faccionalismo sectario. En un sistema constitucional la voz del jefe del Estado encarna por definición la de todos los ciudadanos, pero nada impide al líder del Gobierno esforzarse en un clima de concordia civil en vez de intentar malograrlo a través de sucesivos señuelos cismáticos. La crisis de Palestina es demasiado trágica, demasiado seria y demasiado compleja para tratarla a brochazos de populismo doctrinario destinados a crispar (más) los ánimos. Cualquier español desprovisto de orejeras partidistas –y cualquier saharaui, ay– sabrá discernir en qué alegato se sintió emocional y políticamente mejor representado.
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