En Colombia tenemos una extraña habilidad para olvidar a nuestros ídolos. No importa cuántas alegrías nos hayan regalado, ni cuántas veces nos hayan hecho gritar de emoción y levantarnos de una silla con orgullo: el final suele ser el mismo y, tarde o temprano, llega el día en que los tratamos como si nunca hubieran existido o, peor aún, como si nos hubieran quedado debiendo algo. Da igual si eres irreverente, frentero y políticamente incorrecto, o si eres sencillo, diplomático y compasivo. Si llegaste a la cima del deporte y decides volver a casa, al final del camino descubrirás que el recibimiento puede ser tan duro como efímera fue la gloria que alguna vez conseguiste.
Hace 20 años, el país vivió algo que parecía irrepetible: el ascenso meteórico de Juan Pablo Montoya. Ganó siete grandes premios de Fórmula 1, el campeonato Cart como novato en 1999, dos veces las 500 Millas de Indianápolis, tres veces las 24 Horas de Daytona y hasta el campeonato Imsa en 2019. Puso a madrugar a toda una nación para ver carreras al otro lado del planeta, unió a familias enteras frente al televisor los domingos y logró que millones de colombianos –pudieran pagar una pista de karts o no– se interesaran por un deporte que parecía reservado para las élites.
Colombia no necesita más ídolos: necesita aprender a honrarlos. Tal vez de eso dependa que algún día podamos escribir una historia distinta.
Montoya nos puso en el mapa del automovilismo mundial. Pero, como no era el tipo que sonreía siempre, como decía lo que pensaba y no se cuidaba de ser políticamente correcto, fue etiquetado de “agrandado” y “antipático”. Lo criticaron por su carácter, por no cantar el himno en el podio, por no ser el héroe dócil que algunos querían. Y así, poco a poco, lo fuimos dejando ir.
Creímos que era una lección aprendida, que el país había madurado. Pero no. Dos décadas después, la historia se repitió con otro ídolo, uno de los más grandes que ha tenido Colombia: Radamel Falcao García. Tigre llegó a Millonarios con más de 20 años de carrera encima y con una historia que ya era leyenda: goleador en todos los clubes por los que pasó, capitán de la Selección Colombia, héroe de eliminatorias, ejemplo de profesionalismo. Hubo un momento en que fue considerado, por periodistas y entrenadores de todo el mundo, como el mejor delantero del planeta. No exagero: en uno de esos años en que Messi y Cristiano dominaban el fútbol, Falcao estaba en la conversación de los tres mejores jugadores del mundo.
Lo que pasó con Montoya y lo que pasó con Falcao es el reflejo de algo más profundo: no sabemos cuidar a nuestros ídolos. Los veneramos mientras nos sirven, pero cuando se muestran humanos, cuando ya no son los de antes o cuando no encajan en nuestra idea de lo que deberían ser, los arrojamos al basurero de la memoria colectiva. En cualquier otra parte del mundo, dos figuras de este calibre serían homenajeadas en cada escenario que pisaran, sin importar el resultado. Aquí, en cambio, los convertimos en tendencia por el error más pequeño y los juzgamos sin piedad. Si no cambiamos, en veinte años será otro. Colombia no necesita más ídolos: necesita aprender a honrarlos. Tal vez de eso dependa que algún día podamos escribir una historia distinta.