La capacidad de cambiar de opinión ante una realidad que revela resultados distintos a los esperados es una actitud tan democrática como la defensa de una idea. En tiempos en que el radicalismo, la rabia y la falta de flexibilidad en el debate son ejemplos de dirigentes en el mundo entero, más debemos reivindicar el valor democrático de cambiar de opinión sobre algunos temas esenciales con el paso del tiempo.
Eso implica, desde luego, poder exigirles a nuestros líderes que renueven sus ideas o, al menos, reconozcan cuando sus consignas preferidas llevan al fracaso. Algunas de las propuestas que hace cinco o diez años parecían innovadoras ahora han demostrado tener consecuencias o resultados lejos de los que se esperaban. Lo que hace una o dos décadas podía sonar revolucionario muchas veces es redefinido por el análisis de impacto de una política pública como inconveniente o insatisfactorio. Es ahí cuando quienes promovieron una idea desde la ilusión y la expectativa deben mostrarse abiertos a admitir que lo que en el discurso de la plaza pública sonaba como algo prometedor salió distinto a lo planeado.
Sin embargo, nuestra modernidad digital ha profundizado el miedo entre las figuras públicas del debate a que, al comparar pantallazos de sus publicaciones y pronunciamientos con el paso del tiempo, se muestren cambios rotundos en su pensamiento y contradicciones a lo largo de los años. La imagen del político ideal que se ha construido, por consiguiente, es la de una persona absolutamente inflexible durante décadas enteras, y este ejemplo no le hace ningún favor a las democracias. Si algo necesitamos es, precisamente, líderes capaces de cambiar de opinión.
La convicción absoluta sobre una idea, incluso por encima de la razón misma, ha sido vendida como un valor y está lejos de serlo. Esa creencia ilimitada en ideas como el comunismo del siglo pasado o el libre mercado sin límites no es otra cosa que el dogma, en forma de ideología política, sin lugar alguno para la detección de errores y contradicciones. Lo que requiere el debate de una nación como la nuestra son dirigentes en busca de nuevos caminos capaces de reparar los estragos causados por los paradigmas tradicionales, y no la repetición hasta el final de que una idea vieja y ortodoxa será la solución.
La duda sobre las ideas propias es una virtud en el debate político y en la vida en general. El exceso de convicción, en cambio, solo lleva a la soberbia y a la incapacidad de crear nuevas propuestas. No hay nada tan decadente como escuchar a una persona repetir, sin el menor esfuerzo, el mismo eslogan que durante décadas ha defendido el desastroso modelo económico y social cubano bajo el argumento de que “la culpa es del bloqueo” o la premisa que tantos repiten de que el mercado sin regulación debe ser la base para que nuestra sociedad funcione. ¿Cuál es el reto político y argumentativo para quienes no se cansan de apostarle a las mismas ideas que hace décadas demostraron no funcionar?
Cambiar de opinión sobre temas esenciales es un derecho democrático y un deber en una sociedad en la que la actividad política se ha convertido en un oficio de barras bravas
Los políticos deben entender que el debate público se vuelve improductivo, aburrido y especialmente predecible cuando todos los encuentros entre actores de los distintos partidos repiten los mismos argumentos que llevan años pronunciando en cada espacio disponible. Por encima de todo, un debate liderado por dirigentes sin autocrítica sobre sus propias ideas conduce a la ciudadanía a los más innecesarios niveles de desgaste y división. Nuestro país hoy sufre las consecuencias de esto último como pocas veces antes en su historia.
Lejos de buscar la idealizada convicción, cada día reivindico con más compromiso la capacidad de cambiar de opinión sobre temas esenciales, no sólo como un derecho democrático, sino también como un deber en una sociedad en que la actividad política se ha convertido en un oficio de barras bravas antes que en un ejercicio de razón e ideas. Si los políticos colombianos incorporaran al menos una vez esa práctica tan inusual que es reconocer –cuando sea necesario– los errores de las ideas propias y los aciertos de algunos contrincantes, el debate recibiría un esperanzador ejemplo de diálogo que dejaría en jaque las narrativas divisivas que hoy dominan en la nación.
FERNANDO POSADA
En X: @fernandoposada_