Ahora asistimos a una premeditada campaña de alteración del equilibrio entre poderes del Estado
05/09/2025
Actualizado a las 13:58h.
Partamos de la base de que no existía apariencia de normalidad capaz de velar, en el acto celebrado esta mañana en la sede del Tribunal Supremo, la crisis institucional inducida que sacude el Poder Judicial. Desde el momento en que el actual mandato del … Gobierno se asentó en un pacto de investidura que afirmaba la existencia en España de persecuciones judiciales por razones políticas («lawfare»), nada podía ser pacífico en la relación entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. El interés político por el Poder Judicial nunca ha sido especialmente constructivo, sobre todo en las renovaciones de su Consejo General, sometidas al habitual —pero evitable— reparto por cuotas entre Gobierno y oposición, cualesquiera que fuera uno y otra. Lo que ha cambiado en el juego de las ambiciones políticas sobre la Justicia es que ahora asistimos a una premeditada campaña de alteración del equilibrio entre poderes del Estado. Es decir, a una mutación del orden constitucional sin cambiar textualmente la Constitución. Cuando un discurso oficial —el de un gobierno democrático como el que correspondería a España, pongamos por caso— extrae a los jueces de su espacio constitucional de la independencia y del principio de legalidad para transformarlos en adversarios políticos expuestos a la descalificación absoluta («hay jueces que hacen política», dijo el presidente del Gobierno en la televisión pública), queda desmantelada una convención básica del equilibrio institucional de toda democracia: la intangibilidad de la Justicia en su función jurisdiccional por los poderes políticos del Estado. La declaración de principios que defendió la presidenta del CGPJ, Isabel Perelló, mantiene viva la esperanza para la judicatura.
Bien es sabido que un gobierno democrático no debe hacer todo aquello que pueda hacer, por el simple hecho de que nada se lo impida. Las democracias son muy sensibles a los abusos que se perpetran en su seno, especialmente por aquellos que tienen el deber legal de protegerlas y que se comportan objetivamente como traidores, es decir, como autores de la «falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener» (traición, RAE). El protagonismo normativo que, en el acto de apertura de tribunales, corresponde al Fiscal General del Estado convivió ayer hirientemente con el dolo político del Gobierno de mantener a quien ahora ostenta el cargo —autor de desviaciones de poder y acusado con peticiones de cárcel— y exponerlo en la Sala de Plenos del Tribunal Supremo, ante la Jefatura de Estado y las altas autoridades judiciales, como símbolo de un desafío, que es creciente y cada día más peligroso, al Estado de Derecho y a los jueces. Y en su propia casa.
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