EDITORIAL
El patrimonio de un país –y la tauromaquia lo es del nuestro– debe protegerse y en ningún caso se debe dejar al albur de las conveniencias de las fuerzas políticas en cada momento
Se ha admitido a trámite en el Congreso de los Diputados una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) para anular la Ley 18/2013 que blinda la fiesta de los toros declarándola Bien de Interés Cultural. Lo que pretenden los promotores de la ILP es que cualquier comunidad autónoma pueda decidir sobre la prohibición de las corridas de toros y otras manifestaciones desprotegiendo la tauromaquia del marco legal que la ampara. De fondo, el asunto toca fibras muy profundas, no ya solo en lo relativo al hecho taurino, sino a la libertad cultural y a cómo la democracia debe servir para proteger a las minorías y a los colectivos cuestionados en lugar de pisotearlos a su antojo, que es lo que se pretende. La ILP sobre la tauromaquia, que viene envuelta en el injustificado prestigio de lo popular, pone en peligro muchos asuntos que son cruciales. El primero de ellos es la existencia de la fiesta de los toros y el acervo social, económico, ecológico y cultural que la sostiene. Su triunfo comprometería el acceso a la cultura de millones de espectadores que disfrutan libremente de los espectáculos cada año en España. Decenas de miles de empleos, de hectáreas de campo, de animales y el ánimo de millones de aficionados se pondrían en cuestión al amparo de unas quebradizas mayorías parlamentarias.
Por encima de todo, y más allá de la catástrofe que supondría la prohibición que ansían los antitaurinos de los que son cómplices en mayor o menor medida los partidos de la izquierda, lo que está en juego es la libertad de los ciudadanos y su defensa frente a los caprichos del poder. Protegiendo los toros, en realidad lo que se está protegiendo es la pluralidad de una nación en la que una parte de la sociedad pueda manifestarse culturalmente en un sentido que incomode a otra parte. Que la interpele o que la considere molesta, pues la provocación es una parte de la función de la cultura y debe ser puesta a salvo en sociedades democráticas y abiertas. El patrimonio de un país –y la tauromaquia lo es del nuestro– debe protegerse y en ningún caso se debe dejar al albur de las conveniencias de las fuerzas políticas en cada momento. Ese es el objeto de las leyes de protección cultural que ahora se pretenden relajar para abrir la puerta a la censura que encarna, en su mayor grado, la prohibición.
No siendo los toros una manifestación cultural minoritaria y viviendo un momento de especial vitalidad, la tauromaquia queda bajo el amparo de las libertades culturales en la legislación española, pero también en los tratados internacionales. En su declaración de París sobre diversidad y patrimonio cultural que ratificó España en 2006, la Unesco obliga a los gobernantes a proteger las culturas minoritarias, y esto incluye costumbres, tradiciones y creencias que no lesionen los derechos humanos, como es el caso de las corridas de toros y el resto de manifestaciones tradicionales y populares que enriquecen nuestro país.
Que algo venga amparado por un determinado número de firmas y se pueda consolidar en torno a una mayoría parlamentaria no lo convierte en bueno. El poder, por muy democrático que sea, no puede decidir sobre ciertas cosas ni mucho menos atacarlas. Por mucha fuerza que concite a su alrededor –está por ver la mayoría que logra la ILP–, hay asuntos que afectan a los derechos de la ciudadanía que no pueden atropellarse. Los parlamentos regionales no pueden decidir prohibir los toros como no pueden decidir prohibir el teatro, cierto tipo de música o la presencia en cualquier ámbito de personas con determinada identidad. Esgrimir la democracia como palanca de fuerza contra la libertad de los ciudadanos supone un engaño que debilita justamente la democracia y que no debería poder triunfar.
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