Los recientes escándalos en la administración pública, una viceministra con credenciales dudosas, un ministro suspendido por incumplir la ley de cuotas y un concurso de notarios frenado entre denuncias de corrupción, no son hechos aislados. Son síntomas de una misma patología que se carcome el poder público, la sustitución del mérito por el clientelismo.
Hay más de 1,3 millones de servidores públicos, según el Departamento de Función Pública (DAFP), así que este no es un debate abstracto. Es un problema que impide al país enfrentar sus mayores desafíos al carecer de las personas idóneas para diseñar políticas y cumplir las metas sociales.
En la gerencia pública coexisten sistemas de selección de talento humano. Por un lado, la carrera administrativa, que, aunque regida por el mérito, no ha logrado promover a los líderes que necesitamos. Por otro, los cargos directivos, el libre nombramiento, creado para posiciones de confianza, pero convertido a veces en botín político para pagar lealtades. A ello se suma la contratación, donde conviven profesionales de altísima capacidad con vinculados por compromisos partidistas. Ese vacío de liderazgo se llena con designaciones improvisadas, perpetuando un círculo vicioso de ineficiencia y desconfianza.
Es allí donde prospera el camaleón clientelista. Un experto en supervivencia política, capaz de acomodar títulos, ajustar requisitos a la medida o pintarse de inclusión para trepar por las ramas del poder. La publicación de hojas de vida, un filtro de transparencia, se vuelve inútil cuando las reglas se cambian a conveniencia, clientelismo disfrazado de mérito.
El costo no es solo simbólico. Un ministro recibe más de 330 millones de pesos al año, sin contar gastos de representación, esquemas de seguridad y otros apoyos. Cuando esos cargos se ocupan con improvisación, se daña más que al erario, son políticas que no avanzan, presupuestos que no se ejecutan y confianza ciudadana que se erosiona.
Combatir el camaleón clientelista debe ir más allá de la política del líder de turno. La inteligencia artificial (IA) ofrece herramientas capaces de ver más allá del disfraz y ayudar a encontrar los liderazgos.
Combatir el camaleón clientelista debe ir más allá de la política del líder de turno. La inteligencia artificial (IA) ofrece herramientas capaces de ver más allá del disfraz y ayudar a encontrar los liderazgos que el sector público necesita. La Ocde y la OEA lo han advertido, un Estado íntegro necesita un servicio público meritocrático y transparente.
¿Y cómo sería? Una selección de personal sin favoritismo. Concursos de selección donde un algoritmo evalúe hojas de vida anónimas, una IA que no vea nombres, géneros, ni títulos exprés, que mida objetivamente formación y competencias y experiencia frente al perfil del cargo. Eso asegura que la puerta de entrada al Estado se abra por capacidad real. Ahora bien, el algoritmo debe estar sometido a auditorías rigurosas para evitar que termine convertido en otro camaleón.
Otra opción es la formación permanente para la promoción y el ascenso. La Escuela Superior de Administración Pública (Esap) podría encabezar un sistema que identifique brechas de competencias y genere formación personalizada para los perfiles de los servidores. Así se cultivaría desde la base a quienes puedan asumir roles directivos. El liderazgo público se consolidaría como resultado del esfuerzo y la preparación.
Todo ello, un círculo virtuoso de idoneidad. La IA ayudaría a que el mejor talento ingrese al Estado y, una vez dentro, lo acompañaría para crecer y ascender con mérito. Con el tiempo, se vuelve políticamente insostenible justificar al camaleón del disfraz.
Es hora de que ciudadanía y líderes pasen de la indignación por el escándalo del día a exigir acciones inteligentes. Porque los camaleones podrán cambiar de color, pero los datos y la información confiable siempre mostrarán lo que son: lagartos verdes que obstaculizan el futuro en un Estado que necesita, más que disfraces, instituciones transparentes, íntegras y eficaces.