Hay que insistir: “Los Estados, los regímenes políticos y –más allá– las democracias pueden resistir los malos gobiernos y los gobernantes incompetentes. Incluso pueden sobrevivir a los parlamentos descompuestos y a los parlamentarios corruptos. Pero lo único que no pueden soportar es una mala justicia, ni jueces que sean deficientes. Es la única vía que garantiza su derrumbe”. Hay que recordar ese precepto, porque se están llevando las cosas a tal extremo de crispación que la justicia ha dejado de ser un recurso para mantener el orden, para convertirse en el arma con la que se busca desaparecer a los “enemigos”.
“Los voy a demandar” es la respuesta del Presidente y sus ministros cuando una parlamentaria de la oposición cuestiona los resultados del Gobierno; un medio de comunicación informa o editorializa sobre un caso de corrupción con recursos públicos; o unos alcaldes viajan a Washington para alertar sobre los riesgos que para sus ciudades puede tener una posible descertificación a Colombia por los Estados Unidos. No es extraño. Las demandas se han convertido en el arma privilegiada en los enfrentamientos entre los ministros y altos funcionarios del Gobierno. Cada una de las peleas entre ellos tiene su registro en algún juzgado del país.
El problema está en que en esos usos y abusos de la justicia están encendiendo la luz roja de lo que debe ser permitido. No solamente porque se han politizado las actuaciones de los jueces en la resolución de temas cruciales para el país, y algunos de ellos se han prestado a esa politización. Bien porque han extendido sus decisiones judiciales más allá de los límites que su función de juzgamiento impone (por ejemplo, antecediendo sus sentencias con discursos políticos que no se necesitan), o bien porque aprovechan los vacíos que dejan las normas para sacar provecho de su condición judicial (como sucede, por ejemplo, con el art. 39 de la Ley 2591 de 1991, que regula las recusaciones en los fallos de las tutelas). Dirán que no es un asunto nuevo y que el problema más que legal es ético.
Descargar en los jueces la responsabilidad de resolver las
disputas políticas, desaparecer los enemigos políticos o reversar votaciones que no fueron favorables es abonar el camino más corto a la guerra.
Ni siquiera las universidades se han salvado de quienes buscan degradar la majestad de la justicia. Allí no solo se ha llegado al extremo de recurrir a artimañas jurídicas para tratar de invalidar procesos de elección interna, que, además de abrir las puertas para quebrantar el derecho constitucional de la autonomía universitaria, han servido para poner la universidad al servicio de causas políticas o de intereses que no tienen trascendencia ni aportan ni al Estado ni a la sociedad. También se ha llegado al extremo de cuestionar los debates académicos en una universidad privada que se atreve a examinar la manera como se había desenvuelto el proceso a un expresidente de la república. Lo que debía ser un caso jurídico del que profesores y futuros jueces tenían mucho que aprender ha terminado siendo un campo de señalamientos y acusaciones que no hace otra cosa que degradar los campos del debate académico y envilecer el terreno autónomo de la universidad.
La luz roja se enciende cada vez más fuerte cuando a los jueces se los ve actuando por fuera de los juzgados en asuntos que claramente desbordan su competencia. No tienen por qué interferir en los procesos electorales, que son de la competencia de otras ramas del poder público, ni aceptar ser quien tramite los intereses de un tercero ante cualquier rama del poder público, ni menos que reciba cualquier beneficio. Es el costo que debe pagar por tener esa condición de juez, que lo pone por encima de la sociedad.
El problema de fondo está en saber si se está estirando la cuerda de la justicia hasta un punto en el que no se sabe si va a resistir. Descargar en los jueces la responsabilidad de resolver las disputas políticas, desaparecer los enemigos políticos o reversar votaciones que no fueron favorables, o aplaudir que con sus actuaciones se convierta en un actor político que favorece unos intereses determinados, es abonar el camino más corto a la guerra, que en Colombia solo es el camino a la barbarie.
* Profesor titular, Facultad de Ingeniería, Universidad Nacional