He tenido noticia de que en un importante centro asistencial de Bogotá falleció una mujer joven por anemia aguda, no obstante disponer de sangre cuya aplicación le hubiera evitado la muerte. Ella había manifestado a través de documento notarial que su religión le impedía recibir sangre o sus derivados, aun estando en peligro su vida. Se trataba de una paciente obstétrica con antecedente de cesárea que ingresó con una gestación cercana al término y con una hemorragia genital severa ocasionada por una inserción baja de la placenta. Luego de haber sido desembarazada mediante operación cesárea la hemorragia se hizo incontenible, lo cual obligaba a extirpar el útero y a corregir la anemia. Los facultativos tratantes, advertidos de que la paciente era testigo de Jehová, apelaron infructuosamente al suministro de líquidos no derivados de la sangre. Como era de esperar, la pobre mujer expiró en medio de la perplejidad y la impotencia de los médicos.
El caso relatado, de ocurrencia poco frecuente, apareja graves implicaciones éticas y legales. Sí, los testigos de Jehová, desde el punto de vista médico, constituyen un conflicto que coloca a los médicos a su cargo en una encrucijada ética. Creo que comentarlo en esta columna bien vale la pena. Recordemos que los “testigos de Jehová” son seguidores de la secta religiosa así llamada, a quienes les está vedado recibir sangre según lo prescrito en uno de los libros del Antiguo Testamento, el Levítico, en cuyo versículo 10 se lee: “Si algún hombre de la casa de Israel y de los forasteros habitantes entre ellos comieren sangre, yo fijaré sobre el tal mi rostro airado, y le exterminaré de la sociedad de su pueblo”. Los que aceptan tal precepto consideran que una transfusión de sangre es una forma de comerla; recibirla será perder las posibilidades de alcanzar una vida eterna. Dado que las convicciones religiosas son un derecho basado en el principio legal y moral de autonomía, el médico está en la obligación de respetarlas. Para los Testigos de Jehová, la prohibición no solo tiene que ver con la sangre total, sino, además, con sus derivados, como el plasma y la albúmina.
Teniendo en cuenta que el médico también tiene sus convicciones, derechos y principios profesionales, es de esperar que puedan presentarse conflictos morales en el manejo de estos pacientes. En efecto, si el principio ético que guía el quehacer médico es el de beneficencia, su deber es trasfundir sangre a quien la necesita, y así salvarle la vida. No hacerlo, pudiendo hacerlo, es cohonestar su muerte. Pero he aquí que ese principio de beneficencia choca con el de autonomía del paciente. ¿Cuál de ellos es para el médico su deber prima facie? Ante la ley, es el de autonomía; ante su conciencia –creo yo– es el de beneficencia. ¿Cómo dilucidar, entonces, ese dilema?
Para casos como estos, los pacientes testigos de Jehová deberían tener sus propios médicos, es decir, correligionarios suyos.
Tratándose de un paciente adulto, lúcido, que necesita someterse a una cirugía programada durante la cual habrá que recurrirse a la sangre, el cirujano consultado puede abstenerse de prestar sus servicios. Para casos como estos, los pacientes testigos de Jehová deberían tener sus propios médicos, es decir, correligionarios suyos.
Tratándose de una circunstancia imprevista, como sería una hemorragia profusa durante una cirugía considerada inicialmente como de bajo riesgo, o durante la atención de un parto, creo que el médico actuaría de manera correcta aplicando la sangre, a sabiendas de que tendría que responder ante un juez o ante un tribunal. Es posible que el paciente, viéndose vivo una vez superado el peligro, desista de su demanda. Lo digo por experiencia propia: en dos casos que viví durante mi ejercicio obstétrico contrarié el principio de autonomía de mis pacientes aplicándoles sangre. Mi conciencia así me lo indicaba.
Al día siguiente, cuando las visité, me agradecieron con lágrimas; una me besó las manos. La dicha de sentirse vivas y de tener a su hijo al lado les hizo olvidar lo que su religión aconsejaba. Igual de agradecidos estaban sus respectivos esposos. Yo también estaba satisfecho por haber escuchado a mi conciencia, que me mostró cuál era mi deber prima facie.