El desplazamiento forzado es una de las tragedias más persistentes y silenciosas de nuestro tiempo. Miles de familias se ven obligadas a abandonar su hogar para salvar la vida, en ocasiones sin que nadie lo note. Hoy, 84 millones de personas están desplazadas dentro de sus propios países, una cifra sin precedentes que crece año tras año. Lo vemos a diario en Gaza, Ucrania o Sudán. Y aunque la tendencia no es nueva, en Colombia el incremento resulta alarmante: 84.964 personas fueron desplazadas forzosamente solo entre enero y julio de este año, según datos de la Defensoría del Pueblo recogidos por el editorial ‘Más desplazados’ de EL TIEMPO el pasado 9 de septiembre.
Al centrarnos únicamente en las cifras se corre el riesgo de reducir una crisis profundamente humana a una fría estadística. Detrás de cada número hay familias rotas, infancias arrebatadas y comunidades desintegradas. Además, el desplazamiento interno en Colombia es cada vez más complejo y multicausal: al crimen organizado y los conflictos se suman la expansión del narcotráfico, los desastres agravados por el cambio climático y los confinamientos que paralizan poblaciones enteras, en especial comunidades indígenas y afrocolombianas.
Muchas familias no huyen solo del peligro inmediato, sino también para evitar que sus hijos caigan en redes de reclutamiento forzado, de modo similar a otros países en América Latina. Allá donde la prevención es abandonar el propio hogar, el Estado ha dejado de cumplir su función más básica: proteger la vida.
La región del Catatumbo ilustra con crudeza esta realidad: más de 73.000 personas desplazadas en apenas siete meses. En marzo de este año, como relatora especial de Naciones Unidas para los Desplazados Internos y junto con trece de mis colegas designados por el Consejo de Derechos Humanos, presentamos una comunicación, respondida por el Gobierno. Allí constatamos que niñas y niños desplazados, en particular aquellos no acompañados o separados de sus familias, corren un riesgo extremo de caer en redes de trata con fines de explotación sexual o laboral. A menudo no pueden asistir a la escuela por miedo a grupos armados o por la existencia de minas antipersona cerca de los centros educativos. De hecho, la presencia de estas minas y municiones sin explotar también dificulta el retorno de muchas familias que desean volver a sus hogares.
Muchas familias no huyen solo del peligro inmediato, sino también para evitar que sus hijos caigan en redes de reclutamiento forzado, de modo similar a otros países en América Latina
Frente a este panorama, se requieren tres acciones urgentes y sostenidas: primero, prevención real, con respuestas rápidas y eficaces a las alertas tempranas antes de que la emergencia estalle; segundo, protección integral de las víctimas, con mecanismos colectivos y comunitarios sólidos, recursos suficientes y presencia institucional efectiva en las zonas más golpeadas; y tercero, soluciones duraderas, diseñadas con la participación activa de las comunidades y respaldadas con el fortalecimiento técnico y financiero de las autoridades locales, que suelen ser las primeras en responder y necesitan herramientas para garantizar acceso a servicios básicos y oportunidades reales, especialmente para los jóvenes.
Por último, en este 21 de septiembre, Día Internacional de la Paz, es necesario reconocer que la paz del país depende irremediablemente de atender las causas que empujan a miles de familias a dejar todo atrás. La paz verdadera se construye cuando el Estado deja de llegar tarde y las comunidades pueden vivir sin miedo. Abordar las causas del desplazamiento con voluntad política, justicia social y presencia efectiva en los territorios más golpeados no es un gesto humanitario: es la condición mínima para saldar la deuda histórica que Colombia tiene con quienes han perdido todo, menos la esperanza.
PAULA GAVIRIA BETANCUR
Relatora especial de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos de los Desplazados Internos y directora general de la Fundación Compaz.