Se ha cumplido un mes del doloroso asesinato de Miguel Uribe Turbay, uno de los más visibles opositores al gobierno Petro, luego de haber sido víctima de un atentado mientras daba un discurso público como precandidato presidencial. La respuesta del Gobierno Nacional y muchas de las caras visibles de su sector político ante el magnicidio fue, desde un principio, indolente y desconcertante. No hay otra palabra para calificar la desacertada reacción de tantas figuras del petrismo que la indolencia, en un momento en que la solidaridad y los valores democráticos tenían que estar por encima del sectarismo.
No tiene ningún sentido que, en un momento de dolor y confusión en todo el país, la decisión del presidente Petro fuera dar una caótica e improvisada alocución de casi una hora centrada en él mismo: lo llamó “el hijo de una árabe” para conectarlo con su credo político, calificó el gobierno de su abuelo y habló de cómo bailaba en las montañas de Colombia con Diana Turbay, madre del senador. (Vaya uno a saber qué tan cierta es esa historia, dadas las ya conocidas imprecisiones del presidente Petro en sus memorias). Más adelante, en al menos dos ocasiones en diferentes discursos, el Presidente confundió el nombre de Miguel Uribe y lo llamó Mario –por falta de planeación en sus pronunciamientos o por genuina mala intención–, lo que también fue un irrespeto a la familia del senador en un momento de dolor.
Mientras tanto, algunos de los más visibles propagandistas digitales del gobierno Petro, pagados por nuestros impuestos por medio de cuestionables contratos de prestación de servicios, han escrito palabras de inmensa mezquindad y divulgado teorías que solo tienen como fundamento el odio más visceral. Desde la más inquietante falta de decencia y empatía humana, varias voces de la opinión pública cercanas al Gobierno, incluidos congresistas y contratistas del Estado, tomaron el caso del atentado contra el senador como otro escenario para sus disputas políticas e incluso lo abordaron desde la anacrónica lectura de la lucha de clases, y olvidaron que, cuando un contrincante político es asesinado, los retrocesos en materia democrática los sufrimos todos.
El saliente jefe de Despacho, que permaneció menos de dos meses en el cargo y aún así duró más tiempo del merecido, pronunció algunas de las más irresponsables e indolentes palabras en nombre del Gobierno ante este caso. Primero publicó en sus redes sociales rumores de que el senador había sido visto dando vueltas por el área de cuidados intensivos en buen estado de salud, lo que buscaba alimentar las más absurdas teorías conspirativas. Más adelante, tras pocas horas de conocerse la noticia de la muerte de Miguel Uribe, comparó de forma repudiable los riesgos del ejercicio democrático con los de montar en una bicicleta. En las horas en que Colombia más necesita posturas propias de estadistas por parte de su gobierno, más han respondido sus dirigentes como una junta sectaria e indolente.
El odio es el veneno de la política y uno de sus primeros síntomas es la indolencia de algunos ante el dolor de otros.
Desde el día del atentado y, posteriormente, al conocerse la muerte de Miguel Uribe, algunos de los principales voceros y defensores del Gobierno optaron por difundir caricaturas, palabras de discordia e hipótesis infundadas que solo dejan en evidencia la forma en que el dogma político nubla la razón y la solidaridad humana. Durante dos meses circularon rumores absurdos de que todo hacía parte de una estrategia de campaña; teorías de supuestos autoatentados y los videos del momento del ataque sicarial fueron utilizados para promover toda clase de ideas conspirativas. De fondo, antes que sentir algo de compasión y dolor por el sufrimiento ajeno, para algunas voces es preferible insultar y deshonrar a un líder que siempre creyó en la democracia como un escenario de intercambio de ideas desde el respeto y la paz. Y ver que tanta mezquindad toma vuelo en la vida nacional significa una grave derrota para los valores sobre los que se construye nuestro proyecto de nación.
Luego del asesinato de Miguel, algunas voces en el debate público –incluida la del Presidente de la República– han insistido en dictarle a su padre, que hace treinta y cinco años perdió también a su esposa, cómo debe llevar su duelo y le exigen “no politizar” la difícil hora que vive. Como si el magnicidio político no buscara precisamente eso: callar las ideas y los planteamientos de una persona y su entorno ideológico. Nadie tiene por qué pedirle a quienes sobreviven a un líder asesinado que guarden silencio o que lleven su luto de cierta manera que agrade a un gobierno.
El odio es el veneno de la política y uno de sus primeros síntomas es la indolencia de algunos ante el dolor de otros. Sobre esto han dado una lamentable lección los políticos que aprovechan esta tragedia para difundir sus teorías conspirativas, especular desde sus lecturas rebuscadas y sacar a relucir sus viejos odios. Lo que no han entendido, y debemos recordarles en todo momento, es que la violencia política es una inmensa derrota para la libertad de expresión y los derechos democráticos de todas las orillas que se encuentran en las discusiones de nuestra nación.