EDITORIAL
La propuesta de Trump consigue desactivar la la retórica de Sánchez sobre Gaza e Israel y expone las grietas internas de su Gobierno
La irrupción del plan de paz de Donald Trump para Gaza ha descompuesto de un plumazo el discurso que Pedro Sánchez había levantado en torno a la acusación de «genocidio» contra Israel. Mientras el presidente del Gobierno tuiteaba un apoyo sin fisuras a la propuesta estadounidense –España da la bienvenida al plan, pedía el fin del sufrimiento y urgía la liberación de rehenes–, sus socios de Sumar respondían con un rechazo rotundo, calificándolo de «farsa» o «engaño».
Lo que hace unos días parecía astucia política de Sánchez, hoy se traduce en la división de su Ejecutivo ante el surgimiento de la perspectiva de paz en Oriente Próximo. Él pretendía lucrarse políticamente de una acusación rotunda, pero no imaginó que, con la llegada de un plan estructurado –con cifras, plazos y mecanismos–, su retórica quedaría en evidencia como la cortina de humo que era. El plan obliga a situarse en el terreno de lo concreto, no de lo simbólico. Y ahí Sánchez no tiene nada que ofrecer más que polarización y ruido. Su estrategia, hasta ahora, consistía en denostar a cualquiera que osara matizar sus afirmaciones. Pero ese mecanismo se desarma cuando aparece un documento que exige compromisos reales –liberaciones, plazos, supervisiones internacionales– y no solo retórica indignada.
Es así que la coalición del gobierno sufre un quiebre visible: Sánchez acoge el plan; Sumar lo rechaza. Yolanda Díaz, su vicepresidenta, no solo desautoriza al presidente, sino que refuerza la tesis de que su discrepancia no es táctica sino programática. Ese divorcio coincide con otro frente abierto: las discrepancias en la hoja de ruta económica –Sumar reclama presentar unos presupuestos–, y las pulsiones de Podemos, que amaga con favorecer elecciones anticipadas para no sucumbir al desgaste. Este episodio confirma algo que llevaba tiempo flotando: el gobierno es un edificio disonante, armado más a base de alianzas pragmáticas que de convicciones compartidas.
Aquí emerge la paradoja: Sánchez, especialista en mostrarse más radical que nadie para imponer el relato, se topa con lo real. No es solo un enfrentamiento interno más. Es el choque entre la política de los gestos y la política con mayúscula. Entre quien cree que denunciar es gobernar, y quien sabe que gobernar implica asumir decisiones, tensiones, sacrificios. Hasta ahora Sánchez había conseguido que Gaza operase como arma comunicativa: provocaba, polarizaba y medía apoyos. Pero ahora entramos al escenario donde los gestos no bastan. Con el plan de Trump emerge lo que nunca explicó: cómo, cuándo, quién y bajo qué garantías. Y precisamente ese vacío es el que sus adversarios dentro de la coalición han aprovechado para partir su gobierno por la mitad. No es exagerado afirmar que estamos ante un punto de inflexión: la retórica ya no basta, las alianzas no lo absuelven todo, y la división interna pone en duda no solo su fortaleza política, sino su credibilidad como gobernante real. Sánchez ha quedado a la intemperie. Y esa es la lección que Gaza le está dictando.
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