En un país como Colombia, donde lastimosamente la violencia ha sido –y sigue siendo– parte de la cultura, el Estado debe ser promotor de políticas culturales que generen sensibilidad social en defensa de la vida. Y quienes ejercemos la gestión cultural no podemos ser indiferentes.
En innumerables ocasiones, desde la Filarmónica de Bogotá hemos realizado actos simbólicos –conciertos y puestas en escena– en solidaridad con víctimas de la violencia o en rechazo a actos atroces como los sucedidos en días recientes en Cali y Amalfi. A veces, estas iniciativas son cuestionadas o incluso atacadas desde distintos frentes, como si los gestos de humanidad dependieran de afinidades políticas o ideológicas. Sin embargo, es fundamental mantener la convicción de que es correcto hacerlo. Porque, como dijo Michelle Bachelet: “Los derechos humanos son para todos, en todas partes, todos los días. No son un lujo ni una recompensa. Son lo que nos corresponde por el solo hecho de ser humanos”.
Lo que está en juego es la capacidad del arte para crear humanidad. Países como Alemania entendieron esto tras su trauma histórico: allí el Estado ha financiado durante décadas proyectos artísticos que confrontan el pasado nazi, fortaleciendo una cultura democrática basada en la memoria. En Colombia, artistas como Doris Salcedo, Beatriz González, Jesús Abad Colorado, escritores como Pablo Montoya o los músicos del Chocó, del Cauca y de la Amazonía han usado el arte como forma de duelo, de denuncia y de construcción de sensibilidad.
No es un asunto estético, sino ético. Toda política cultural debe partir de la necesidad de contribuir a la cohesión social y de responder, desde lo imaginario y simbólico, a los procesos de violencia que aún marcan nuestro país. La cultura no puede estar desligada de la realidad. Debe ofrecer una narrativa de la no violencia, de la dignidad, de la esperanza.
Toda política cultural debe partir de la necesidad de contribuir a la cohesión social y de responder, desde lo imaginario y simbólico, a los procesos de violencia que aún marcan nuestro país
En un momento político marcado por la polarización, la gestión cultural debe reafirmar su profundo sentido humanista. En tiempos aciagos, la cultura no es un adorno: es una forma activa de transformación de valores, de resistencia democrática y de afirmación de lo humano.
Tal vez sea el momento de señalar que la política cultural no es solo una expresión del país que tenemos, sino también una herramienta para construir el país que aún no somos.
DAVID GARCÍA
Director general de la Orquesta Filarmónica de Bogotá