Desde Generación tapón, que Josep Sala i Culell subtituló “La herencia ruinosa de los próceres de la democracia”, han ido saliendo libros que, directa o indirectamente, señalan a los boomers como causantes de la precariedad actual. Según repiten millennials y centennials en redes, los nacidos entre finales de los cincuenta y principios de los setenta se habrían quedado con lo bueno: poder, viviendas en propiedad, trabajo estable y una jubilación mejor pagada que sus sueldos mileuristas; todo a lo que no tienen acceso porque ya está repartido.
Un millennial le dijo a un amigo de mi edad que nosotros por lo menos asistimos a esa fiesta de bonanza. Mi amigo contestó que, si tal fiesta existió, cuando comparecimos ya estaban recogiéndolo todo y no quedaban ni las sobras. De hecho, siempre hemos llegado tarde a las ayudas para jóvenes, y probablemente no tendremos las prestaciones que tienen los mayores. En todo caso, no será culpa suya, ni mucho menos de quienes lucharon por conquistarlas.
Constato que los mayores se han desentendido de los jóvenes y los han infantilizado
La guerra intergeneracional no es fortuita, y empieza desde que se las nombra. Antes se hablaba de décadas. Las décadas describen una época, no una condición, no son identitarias; describen un ambiente, un escenario, y no a sus protagonistas. Los cincuenta sufren la pobreza de la autarquía de posguerra; los sesenta son desarrollistas; en los setenta, la democracia coincide con la liberación sexual; en los ochenta hay rock’n’roll, sida y heroína; en los noventa, cocaína y “España va bien”.
A los nacidos en la transición se nos llama “generación silenciosa”, los últimos analógicos, inmigrantes digitales. Como bisagra, constato que los mayores se han desentendido de los jóvenes y los han infantilizado; no ayudan la gamificación imperante ni una sobreprotección por la que se interpreta que piden teta. Por su parte, los más jóvenes lo han entendido todo al revés y se equivocan de enemigo. Dejad de lloriquear, decía Meredith Haaf en el 2012. ¡Indignaos!, pedía Stephane Hessel dos años antes. Y lo hicimos, pero el batacazo posterior pisoteó las esperanzas.
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Las generaciones parten de una generalización falaz. La brecha la determina el patrimonio familiar. Para lograr la igualdad de oportunidades, es absurdo reclamar recortes en derechos ya conseguidos tachándolos de privilegios. Eso sí hará que vivamos todos peor.