Daba lástima ver a muchos dirigentes pasar por la Asamblea General de las Naciones Unidas como alma en pena. Engullidos por los desplantes de Donald Trump y su club de autócratas, la cumbre mundial fue una reiteración de buenos deseos, desde la paz en Ucrania hasta las denuncias a la masacre de Israel en Gaza. Y una vez más constató la impotencia de la ONU para imponer normas en un mundo que desde hace tiempo gira en órbitas muy lejanas a las establecidas después de la Segunda Guerra Mundial. Especialmente lacerante fue constatar el papel de Europa.
Los buenos tiempos del continente paradigma de la democracia, las libertades y los derechos sociales se han deslizado por la alcantarilla de la autocracia, el brutalismo y la violencia. Una vez descontado el amigo americano, la soledad europea ante el nuevo orden global es un clamor. La fuerza nuclear de Francia y Gran Bretaña y la menguante potencia económica de Alemania es de lo poco que queda de una Europa condenada al rincón de la geoestrategia global.
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La humillante cesión arancelaria a Trump se suponía que restablecería la estabilidad y las relaciones con EE.UU. La realidad ha demostrado que los matones disfrutan jugando con sus vasallos y no pierde ocasión para mostrar su profundo desprecio por todo lo que huela a europeo.
Desde Oriente, Vladímir Putin, bendecido por China, suma provocaciones mientras sus cazas vuelan en el espacio aéreo de la OTAN, con la impunidad del que se siente intocable a las amenazas de aquellos que tienen pavor a un enfrentamiento bélico. En su peor momento quizás desde 1945, Europa se enfrenta en solitario a un escenario al cual no ha sabido adaptarse, porque las reglas que durante ocho décadas han regido el planeta han cambiado y nadie les ha pedido su opinión. Ni el apaciguamiento de la guerra fría ni los valores consagrados por los padres fundadores de la Europa unida sirven para transitar por un territorio donde se impone la fuerza a la razón y la acción a la palabra.
Con una respuesta militar descoordinada, más divididos políticamente que nunca y con la credibilidad de las instituciones a la altura del betún, es demasiado tarde para rectificar. Europa solo puede aspirar al rol del comparsa vigilante, aquel que espera que vengan tiempos mejores. Pero el mundo no se detiene y mientras en Bruselas gastan toneladas de saliva en debates bizantinos, otros deciden por nosotros. Pobre Europa, tan lejos de Estados Unidos y tan cerca de Rusia.