Hay que escuchar a los dictadores. Estos, que tienen un alto concepto de sí mismos, suelen anunciar, incluso antes de llegar al poder, en qué consistirá su proyecto –casi siempre delirante– para su nación, o incluso para la humanidad. Siempre ha sido así. Sin remontarnos … a la antigüedad, recordemos que Adolf Hitler escribió, incluso antes de ser elegido, en una obra titulada ‘Mi lucha’, cuál era su proyecto para Alemania, para Europa, para el mundo. En este panfleto no se ahorraba ningún detalle, incluido el exterminio de los judíos. Pero Hitler era entonces un actor secundario en la vida política alemana; pocos periodistas y políticos se molestaron en leer esa obra. Los que la leyeron consideraron que se trataba de un ensayo circunstancial que sería olvidado en cuanto Hitler se convirtiera en canciller. Un grave error, ya que Hitler aplicó su programa punto por punto. En 1945, al constatar su fracaso, dedujo que aquel programa no era una locura, sino que el pueblo alemán no estaba a la altura de sus ambiciones.
Para acercarnos a la actualidad deberíamos recordar las múltiples declaraciones de Vladímir Putin sobre el futuro de Rusia. Tuve la oportunidad de escucharlo en persona hace unos veinte años, al comienzo de su dictadura. Sin dudarlo, nos anunció que su ambición era restaurar la gloria inicial de Rusia, a falta de poder reconstituir la Unión Soviética. Recuerdo que, a principios de la década de 2000, Vladímir Putin explicaba a quien quisiera escucharlo –nadie quería hacerlo– que Ucrania nunca sería independiente, ya que Ucrania era Rusia. Otros presentes en esa misma reunión, diplomáticos y algunos periodistas, consideraban que se trataba de un arrebato de megalomanía que no resistiría el ejercicio del poder. Otro grave error: Putin está haciendo exactamente lo que nos dijo que haría.
Por lo tanto, hay que tomarse muy en serio lo que dicen los dictadores, al igual que hay que tener en cuenta su personalidad. Todos los dictadores tienden a parecerse entre sí: comparten una psique común, un deseo de poder ilimitado, una incapacidad para aceptar la más mínima contradicción. He tenido la oportunidad de conocer a algunos de estos dictadores, como el general Pinochet, por ejemplo, que no dudaba de su misión: resistir al comunismo mundial. De todos los que he conocido, solo uno ha conseguido asustarme: Vladímir Putin. El hombre desprendía unas vibraciones negativas que te atravesaban. Nunca he conocido a otra persona que, con su sola presencia, lograra infundir miedo en sus interlocutores. Putin también tenía, y sigue teniendo, un gran sentido de la puesta en escena; en aquella época solo se desplazaba rodeado de un séquito de jóvenes rubias vestidas de cuero negro: en principio, sus guardaespaldas.
Por lo tanto, Putin aplica su programa. Lo que implica, en el caso de Ucrania, pero también de los países limítrofes, cuya agresión ha comenzado de verdad –citemos a Estonia, Polonia y Moldavia–, que Putin nunca dará marcha atrás y nunca negociará. En el epílogo más extremo, se suicidará en su búnker antes que ceder. Por lo tanto, me parece sorprendente que los interlocutores de Putin en el mundo occidental se comporten como si estuvieran tratando con un jefe de Estado normal, animado por un mínimo de razón, con el que se puede llegar a un acuerdo. Cuando Putin firma un acuerdo –lo que ocurre de vez en cuando–, hay que saber que no lo respetará. Por lo tanto, Europa, sola frente a Putin en este momento, está condenada, aunque no lo desee, a un enfrentamiento estratégico que puede ser militar y que durará mientras dure el régimen de Putin. Después de Putin, no se sabe.
Esto debería llevarnos a una reflexión más general sobre las leyes de la Historia. ¿Quién hace la Historia? Hay dos tradiciones opuestas. La dominante, que se remonta a los grandes teóricos del siglo XIX como Marx y Tocqueville, nos explica que la Historia obedece a unas leyes y es predecible. Los líderes políticos no serían más que intérpretes de estas leyes eternas: para Marx, la victoria inevitable del proletariado, antes de llegar a una sociedad sin clases; para Tocqueville, el dominio inevitable de la democracia en el mundo, que conduce a la mediocridad de la acción y del pensamiento. La otra interpretación se basa en una tradición más antigua, que generalmente se remonta a las ‘Biografías de Plutarco’, historiador griego del siglo I, célebre por sus ‘Vidas paralelas’ de hombres ilustres.
Hasta el siglo XIX, todo buen estudiante o príncipe destinado a ocupar altos cargos estaba condenado a leer a Plutarco. Todo estaba en Plutarco, se creía: los héroes de la Antigüedad griega y romana encarnaban lo mejor y lo peor. Bastaba con estudiar a estos grandes hombres para comprender toda la historia, en todo momento. Que estos hombres ilustres fabricaban la historia no ofrecía ninguna duda, hasta la Revolución Francesa. De repente, unos desconocidos que no eran ni grandes ni pequeños cambiaron el mundo. Esto hizo reflexionar a Marx y a Tocqueville.
Entre Plutarco –la teoría de los grandes hombres– y Marx o Tocqueville –las leyes que trascienden nuestra voluntad–, ¿cómo arbitrar? Putin parece pertenecer a una interpretación al estilo de Plutarco. Sin Putin, no habría otro Putin; Rusia no se habría convertido necesariamente en una potencia peligrosa. Podría haber evolucionado, como bajo Yeltsin, hacia una democracia imperfecta.
Lo mismo ocurre en Estados Unidos: solo Trump puede encarnar a Trump. Es, en los anales de Estados Unidos, un personaje fuera de lo común. Al igual que Putin, aplica un programa anunciado de antemano y detallado en un proyecto firmado por la Fundación Heritage. Sin Trump, Estados Unidos no se inclinaría hacia una democracia iliberal. Y después de Trump, nadie sabe si Estados Unidos volverá a su tradición democrática o continuará su deriva autoritaria.
¿Podríamos considerar, sin embargo, que Marx, en parte, tenía razón? ¿Las condiciones sociales y económicas explicarían por qué Trump o Putin han aparecido como marionetas de la Historia y no como artífices de esta? Quizá, como suele ocurrir, la verdad se encuentre en algún punto intermedio entre estas teorías. Podríamos considerar que el imperialismo de Putin es una compensación psicológica al colapso de la sociedad rusa. Putin apenas permite ocultar el empobrecimiento y el envejecimiento de un pueblo en vías de desaparición. Si no fuera Putin, ¿no sería otro que se le pareciera? Quizá sí, quizá no. Paralelamente, se puede considerar que Trump es Trump en la medida en que la sociedad estadounidense se ve desestabilizada por la desaparición de su industria, la inmigración descontrolada y el descenso de la esperanza de vida. Un ciudadano de Estados Unidos vive de media cuatro años menos que un europeo y la mortalidad infantil es el doble que en Europa. Si Trump no hubiera surgido como un redentor, ¿quizás otro habría ocupado su lugar? Es posible, pero no seguro.
Por lo tanto, sugiero releer a Plutarco y tomar en serio las palabras de los dictadores, sin descartar las grandes teorías explicativas de la historia que nos legó el siglo XIX. Digamos que la teoría es el decorado, mientras que los verdaderos actores están en el escenario.